La miel o las nueces que les añadía
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Porque la tía Nines, lo habrá comprendido todo el mundo, era gordita… por decirlo suave. Pero nadie piense que era una de esas gordas despachurradas y destartaladas y sebosas.
No. La tía Nines era una verdadera monería de gorda; sí, con su cinturita bien marcada, y sus tobillos finos y sus tacones de aguja; con sus t… su busto firme y muy bien colocado y sus manos tan finas y aquella boca tan bien dibujada y aquellos ojos suyos con aquella mirada tan vivaz y tan…
Era, además, muy simpática… a su manera, claro, un tanto peculiar de igual modo que era, ya se ha dicho, una “casi preciosidad” pese a gordita; pero: simpática.
Simpática porque siempre tenía en los labios una sonrisa y, en la punta de la lengua, una respuesta ácida con la que hacer las delicias de sus amigas que, hartas de las “frases de molde” ― locución acuñada por la propia tía Nines para referirse a las frases hechas con que las amigas y las amigas de las amigas, entre ellas, se martirizaban afables las unas a las otras ― la llamaban a ella, por teléfono, para salir de la rutina y dar un giro a sus conversaciones insustanciales.
Así, por ejemplo, si la amiga se decantaba por los trapos, ella, Nines, aprovechaba la ocasión para tirarle de la lengua con pero, tesoro, tú eso te lo puedes poner; yo, sin embargo, tan gorda…
La amiga, como es de suponer, se apresuraba a quitarle quilos de aquí y de allá con pero qué bobada, tú no estás gorda sino apenas un poquit…y, ella, Nines, sin dejarla terminar, mira, tesoro, a mí las cosas me gustan bien claritas y deberías saberlo, corazón… Además ― sonriéndole al auricular con aquellos hoyuelos ― soy gorda, sí, pero ciega no.
Aunque no solía ser con las amigas ― tal vez porque por haberse elegido mutuamente y ser por tanto, en cierto modo y para según qué cosas, de la misma cuerda, las toleraba un poco mejor ― con las que más a fondo se empleaba en el tema de la acidez, que solía reservar casi integra para el ámbito estricto de la familia.
Era con las hermanas y las primas con las que solía explayarse y sí, por ejemplo, la prima Palmira la telefoneaba y claro, le decía quejosa, como tú a mí no me llamas nunca… ella respondía con perfecta dulzura es cierto, preciosa; pero… ¿me has interrumpido, tan a gusto que estaba pintándome las uñas, sólo para regañarme o quieres algo más?
Mamá ― es decir: Rosarito ―, o la abuela, si la oían dar estas contestaciones intentaban luego cuando colgaba reprenderla y, ella, contestaba huy pero si ha sido ella, que le encanta darme cuerda cuando está aburrida.
Porque de ese modo, decía, la conversación daba un respingo y terminaban hablando de algo no “de molde” mientras que, si le pongo un achaque alegando que es que he estado tan griposa o con tal ataque de ciática que no tenía gana de nada, que es lo que hacéis todas, me habría terminado contando que pues ella tuvo una gastritis o que a Cosme ― su santo esposo ― lo operaron de la próstata.
Y que ella por supuesto no le deseaba mal alguno a aquel embeleco petulante y untuoso, pero que no estaba en absoluto interesada en su próstata.
Por eso, por su desparpajo tan fresquito, tenía tan buen cartel lo mismo dentro que fuera de la familia; en el aspecto amistoso, entiéndase, porque en el amoroso… Pero parece ser, según contaban, que es que todo lo relacionado con el amor y los amoríos ― que es como denominaba a lo que en su opinión eran acaloros y tejemanejes ― nunca le interesó o no tanto como para… no sé, que le habían comentado en cierta ocasión, pero a lo mejor debías visitar a un sexólogo, que lo mismo eres frígida…
Ella contestó muy tranquila que pues a lo mejor… pero que la dejasen en paz de guarrerías.
Porque un poquito rara sí que era, la tía Nines.
Y en su rareza denominaba guarrerías a… bueno, ya entiende cualquiera que el primordial de entre todos los primordiales de entre todos los porqués y paraqués de la vida.
Porque sí, y habrá que insistir y volver sobre ello una o mil veces más, la tía Nines era, aun en su aspecto tan normal, un espécimen humano ciertamente extrañísimo.
Cuentan, contaban, que con el transcurrir de los años se fue haciendo ― como suele ocurrir cuando se envejece ― cada vez más…
Fue poco a poco cortando, aunque sin sangre, con todas las que fueran alguna vez sus amistades. La cansaban.
Detestaba la música ― las canciones, sobre todo, principalmente las románticas en las que se hablaba de roces, y de cuerpos, y de labios, y de tactos, y de alientos y de pieles ―, y el cine, al que desistió de acudir porque “¿para qué, si tengo que marcharme de la sala cuando empiezan con esos jadeos que me dan tanta grima?”; y la literatura y la poesía.
Terminó, en fin, por desagradarle casi todo.
Y cada día más rara.
Vivía sola, lejos de todo y todos salvo de, a saber: un perro, infinidad de gatos, una pecera con tres peces y dos hámsteres… (fuera estos, claro está, de la pecera y sí en sus respectivas jaulas).
Nunca...
Alicia Bermúdez Merino
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Novela