Sobre la obra
https://valentina-lujan.es/Desvi/sinamijuiningu.pdf
sin, a mi juicio, ninguna necesidad habida cuenta de que el meollo de la cuestión que me llevó aquella tarde a aquella casa estaba a años luz de tener nada, absolutamente nada que ver con la mudez de ningún anciano venerable cuya única misión en mi mundo consistía en enseñarme a hacer barcos, o aviones, o pajaritas de papel.
Pero lo era.
Lo era y yo no iba a poder, ya en mi despacho del ministerio a la mañana siguiente y por más que buscara entre las explicaciones, dar con la satisfactoria que me eximiera de toda la responsabilidad de que deseaba, con ardor, verme liberado.
Intente si sobre la marcha — y con mi mente y mi voluntad divididas entre un segundo ensayo del cielo y el infierno que quería enderezar a toda costa y el deseo de sentirme inocente — convencerme de que no había habido, en ningún caso y por mi parte, negligencia ni imprevisión ni arrebato; y decirme a mí mismo que semejante peculiaridad del señor Ramírez podía muy bien estar obedeciendo a uno de esos llamados por las gentes piadosas “designios del Altísimo” …
– O a algún error de la naturaleza ― le explico ― que lo creó ya en el vientre mismo de su madre con la malformación que lo incapacitase para el habla ¿Comprendes?
–Pero tú sabías, en el fondo de tu corazón ― replica, en tono que se me antoja cruel, duro, despiadado ― que aquella característica que hacía al señor Ramírez tan distinto del común de los mortales era obra sola y exclusivamente tuya; y que por más que hurgaras y revolvieses entre las explicaciones posibles no encontrarías ninguna que te dejase contento y con la conciencia tranquila.
–¡Hay que fastidiarse! — Me duelo, aunque nada más sobre el papel porque, allí, sobre la marcha, sé que fui bastante más espontaneo y que lo que dije fue joderse — ¡Para darme esos ánimos no valía la pena que accedieses a ayudarme!
– Accedí, no trates de confundirme ni liarme — protesta ― a cancelar una cita muy importante; pero ayudarte ya te advertí que no podría.
– ¿Cómo no vas a poder? Lo has hecho cientos de veces.
– ¿Ayudarte?
– No; ayudarme, no…
– ¡Así que ahora va a resultar que en tantos años de amistad no he hecho nunca, jamás, nada por ti!
– Tampoco he dicho eso. No seas cínico.
– ¿Cínico yo? – Y me mira con los ojos muy abiertos, muy brillantes.
– Si: tú. Un cínico que tergiversa mis palabras, y las manipula, y las…
– Ah — su mirada, radiante por un momento, se ensombrece —: uno de esos cínicos…
– Uno de esos, sí; ¿a qué viene si no ese tu hacerte el tonto; ese no querer darme una pauta, una pista de su porqué?
– Bueno — se encoge de hombros, resignado —, creo que se trata de una actitud, una forma de entender y de encarar la vida…
– ¿Ves como sí que puedes? — le interrumpo ― ¿Te das cuenta de cómo sí puedes ayudarme si quieres?
– ¡Pero si mis nociones de filosofía son muy vagas!
– Puede ― admito ―, pero aun así los has sabido encarar. Yo, en cambio…
– ¿Encararlos?
– Afrontarlos, seguirles la pista…
– Soy bastante menos intelectual de lo que tú imaginas; apenas tengo una remota idea de que tienen algo que ver, y de manera creo un tanto indirecta, con Sócrates.
– ¿Con Sócrates?
– Con uno de sus discípulos. Un tal Antístenes, me parece; pero no vayas a hacerme mucho caso.
– Pues me dejas de una pieza.
– Pero así son las cosas ― alza los hombros y vuelve a dejarlos caer, con gesto de abatimiento ― ¿Qué te creías?
– No; nada en concreto. Pero supuse que… tal vez como miraban la televisión; y aquel repartidor de pizzas… ¿Te acuerdas?
– ¿Televisión y pizzas en el siglo cuarto antes de Cristo?
– ¡Pues por eso! Parecían tan de ahora mismo, con su bufanda, aquella señora; y la otra, la del abanico. Y aquel individuo, Anselmo, con su móvil…
– Oye… ¿Estamos ― a ver si es que estoy yo, dice, que hoy no me centro o algo ― hablando, los dos, de los cínicos?
– Pues estaremos… ¡yo qué sé!
– ¿Cómo que tú qué sabes?
– Como que qué sé yo… ¿Qué quieres que te diga? Además: la idea fue tuya…
– ¿Mía la idea estúpida de que tú me telefonearas?
– No ― le digo ―; esa, no.
– ¿Mía la de que tu estuvieras confuso y angustiado?
– Esa tampoco.
– ¿Mía la de cancelar una cita con la que estaba tan ilusionado?
– ¿Una cita; de veras?...
Versaciones
Sobre el creador
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.