Sobre la obra
http://valentina-lujan.es/D/capituloprimero.pdf
Este primer capítulo podría comenzar diciéndose que la puerta se cerró con lo que — si no fuera por temor a incurrir en la deslealtad hacia el lector de tratar de mediatizarlo haciéndole concebir la idea de una Lola que, entendemos, no tenemos derecho ninguno a proporcionarle al objeto de no obstaculizar su propia elaboración del personaje — podríamos denominar la inveterada suavidad con que se cerraban las puertas cuando era Lola quien las cerraba y que yo, que quizás por no haber hablado todavía con mi amigo de las indicaciones que, dejando ella a medio limpiar el polvo del respaldo del sillón me diera bajo el argumento de que al no ser yo, dijo, de la profesión aportarían un toque de originalidad a mi trabajo no me percaté del móvil, corrí a abrirla de nuevo para preguntarle qué apuntes eran esos; pero que como ella no estaba ya en el descansillo la cerré de nuevo y que, no queriendo echar a perder la mañana atascado por algo que debía de ser puramente anecdótico habida cuenta de que yo no había oído hablar de ese hombre en mi vida, coloqué un folio nuevo en la máquina y traté de aplicarme a zanjar, de una maldita vez si era posible, un viejo dejar las cosas como estaban que se empecinaba en resistírseme so pretexto de que, por alguna razón que ya no recordaba, estaban difíciles.
Podríamos continuar con que empero o sin embargo y llevando escritos apenas cuatro renglones mi propósito inicial se vio abortado cuando hube de levantarme para acudir a contestar el teléfono y con que, si continuásemos — que no vamos a continuar porque estamos hablando de cómo pudieron ser las cosas que no fueron —, al enfilar el pasillo sonó también el timbre; y decir que dudé, recuerdo, a qué atender primero y que me decidí recuerdo también por la puerta aunque no llegué a abrirla porque en el suelo encontré un sobre pero al mirar por la mirilla no vi a nadie; y que retomé con él en la mano el camino hacia el teléfono y que, cuando contesté, ella, sin saludarme siquiera — pero entendiendo yo que no lo estaría considerando necesario puesto que sólo hacía unos minutos que se había marchado —, me espetó en tono muy vivo un escueto “¿lo ha encontrado?”.
Hubiera yo sin el menor empacho podido responderle que sí pero que “pero”; y nos habríamos colocado, tanto ella como yo aunque cabiéndome el mérito de haber sido el que diera pie al desarrollo de los acontecimientos, frente a la situación — tan en exceso explotada por tantos escritores que ya no causa sensación a lector alguno por tan enteramente previsible — de mantener un diálogo completamente absurdo basado en la errónea interpretación que ella diese a mi “sí” dando por hecho que yo me estaba refiriendo al destornillador por el que en realidad ella me estaba preguntando y replicando, a su vez, que habida cuenta “de lo torpe, y perdone, que es usted para todo lo que tenga que ver con la tecnología” le parecía del todo prodigioso. Y que me felicitaba.
Pero, ya digo, proceder de ese modo nos daría la sensación de estar echando mano de un cúmulo de lugares comunes; de modo que no vamos a hacerlo o, yo por lo menos, no voy a hacerlo (y creo que ella con sus ideas innovadoras estaría de acuerdo caso — que no va a darse por cierto y porque al no ser ella de la profesión qué necesidad tendría de verse involucrada ni embargada su atención en una forma de hacer de la que no tengo yo seguridad de que fuera justo ni necesario el hacerla partícipe — de tener noticia del cambio de rumbo que he decidido implementar en este primer capítulo de este nuestro ambicioso proyecto) antes de estar absolutamente seguro de que no somos capaces, entre todos, de encontrar una solución que nos permita salir con la cabeza alta del embrollo en que nos encontramos.
Le digo a mi amigo, que se muestra de acuerdo y celebra mi buen criterio de no hacer mención a un sobre que, no estando en antecedentes de las vicisitudes acaecidas “desde el lejano ayer en que tras denodados esfuerzos — rememora — por salvar a mi esposa de las garras de la muerte” tuve que acceder a hacerme cargo de Camelia , no serviría sino para desconcertar al lector haciéndolo suponer algo más o menos en la línea de, de, de…
– Línea de qué, ¡hombre! — Lo urjo — que a ver si vas a atascarte justo ahora que vamos tan bien.
– De que tuve que marcharme a Groenlandia ¿Qué te parece?
– Pues un disparate. Un disparate porque ni veo la necesidad de irse tan lejos ni encuentro de qué forma ni manera podría afectar esa decisión a Camelia...
Sergio Escalante
Sobre el creador
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.