Sobre la obra
https://valentina-lujan.es/D/desereshum.pdf
Título en mis archivos: Matarifes.
¿Cómo sería el mundo si nadie hiciera estos trabajos?
Cuando el ser humano hizo su aparición en este planeta y hubo de buscarse la supervivencia no le quedó más remedio – a lo mejor, quién sabe, después de escudriñar cuidadosamente a su alrededor en busca de qué llevarse a la boca – que terminar cayendo en la cuenta de que la única solución era echar mano de lo que, al igual que él, era algo vivo.
No tengo ni idea de cuándo se percató de que además de los matorrales y las hierbas con que comenzó calmando el hambre existía la posibilidad de, a la vista quizás de cómo una fiera devoraba a otra, ingeniárselas para también él poder matar animales.
No debió de ser fácil. No debió de serlo porque – quiero pensar – muy posiblemente al hombre de entonces no se le había pasado por la cabeza la idea de tener que sucumbir a la crueldad; de tener que agredir y dañar a nada que pudiera sentir el mismo dolor que sin duda sentía él cuando por cualquier causa se golpeaba o hería. No pretendo decir que el hombre primitivo fuese básica o esencialmente bueno; pero sí que no tenía ni la más remota idea de que pudiese existir ¿por qué habría de saberlo? la crueldad.
Pero un día vio como un animal despedazaba a otro, y se lo comía, y se pertrechó de los atalajes necesarios para cazar.
Pasarían aquellos primitivos sus apuros, provistos de herramientas tan rudimentarias, y en muchas ocasiones, seguro, fue la fiera la que los despedazó y devoró a ellos. Así que aprendió a administrarse. Si la pieza cobrada era demasiado grande podía hacer imaginar, en un principio, que ahí tenía el grupo familiar, o la tribu, o lo que fuera y con el nombre que tuviese aquella incipiente forma de convivencia, sustento para una temporada y, por tanto, no tendrían que pasar el mal trago ni correr de nuevo el riesgo mientras la carne durase. A lo mejor, incluso, comían poco, justo lo necesario para reponer fuerzas, para que les durase más…
Pero se dieron cuenta también que se les terminaba pudriendo. No tenían ministerio de sanidad, pero se daban cuenta de que la carne se ponía de color verde, y se agusanaba, y olía que tiraba para atrás, y que aquello no había quién se lo llevara a la boca, “¿para qué nos hemos tomado la molestia de cazar un animal tan grande, tan difícil de abatir, para al remate no poderlo aprovechar?”.
Y echó cuentas de que, tal vez, con un animal más pequeño, el trabajo no estaría siendo tan en vano.
Por otra parte no saldría a cazar el primer espontaneo, aunque en el primer arranque no lo hicieran con criterio más elaborado que la circunstancia – que a saber por qué se daba sin un Freud que los pudiera someter a regresiones y psicoanálisis – de que a unos, por la razón que fuera, les daba miedo enfrentarse a la fiera, y a otros no.
Vale, siempre habría alguna otra cosa que hacer – aunque no muchas porque a qué factoría acudir a fabricar motores de combustión, o hélices para helicóptero, o monturas para gafas; ni a qué autobús esperar para acudir a El Corte Inglés a comprar un libro o un DVD o al cine o al teatro o a un concierto de rock – así que, le dijo un primitivo a otro, “tú fabricas las chozas, y te las apañas para que las piedras de sílex adquieran la forma necesaria para ser cortantes, y yo y este (señalando a otro primitivo que se ofreció de voluntario) nos vamos de caza”.
Pero había algunos que pese a su buena voluntad no servían. Ya tan rudimentarios no les pasaba inadvertido el hecho de que se tienen actitudes, innatas, para lo que sea, o no se tiene.
Y se acabaron especializando. Y terminaron también por saber administrarse. Y aprendieron que no tenía sentido – sin saber ni una palabra de física ni conocer ninguna de esas fórmulas que te ayudan a calcular cuántos caballos de vapor hacen falta para desarrollar no sé qué potencia – hacer un esfuerzo que no se correspondiera con el beneficio que se iba a obtener.
Hoy el mundo es mucho más fácil, aunque también la vida bastante más cara.
Si quieres comer carne necesitas dinero, sólo dinero; y con ese dinero te vas a un supermercado y te compras una cosa que se llama “un kilo de filetes” y que para nada te trae a la memoria que ahí, antes de ser mercancía, había vida.
Si tienes mucho dinero compras muchos filetes; y como tienes frigoríficos y congeladores te pueden durar todo lo que quieras.
Ya no hay, además, el cazador...
30 de mayo de 2016
Etiqueta: Sin etiquetar.
Categoría: Prosa
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Código: | 1012288150468 |
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Fecha: | 28-dic-2010 13:05 UTC |
Autor: | Valentina Luján |
Licencia: | Todos los derechos reservados |
Sobre el creador
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.