Sobre la obra
http://valentina-lujan.es/U/untipomasrecur.pdf
y más seguro de sí mismo de lo que yo era; más capaz de con sus propios medios y valiéndose tan sólo de sus dotes de improvisación saber idear, maquinar una treta o ardid mediante el cual hacer prosperar y llevar a buen puerto su propósito — “mi propósito”, en realidad — de zanjar un asunto tan engorroso de la manera más limpia posible y presentarse tan fresco ante su amigo — es decir, “mi amigo” — alegando con cara triste y tono compungido que todo, absolutamente todo se había perdido ya por extravío ya por (como en algún momento se consideró pero no se llegó quizás a tomar del todo en serio) aquel asunto del café que alguien tuvo la mala sombra de derram…
Pero, ¿cuánto podía importar ya eso?
Cuánto podía importar cuando los hechos, consumados y de vuelta ya nosotros cariacontecidos y malhumorados porque no hubo forma — o, bueno, para ser exactos no es que no la hubiera, pero cuando llegamos al Cofee & Shop de la Carrera de San Jerónimo, el que estaba justo enfrente de la tienda de novias, lo habían cerrado; y no cerrado por descanso del personal o porque fuese tarde, que además tampoco lo era tanto, sino “cerrado”, definitivamente y el local lo ocupaba ahora un establecimiento dedicado a la venta de juguetes eróticos aunque, para contarlo todo con precisión, la tienda de novias era ahora una de esas oficinas desde la que se puede enviar dinero a cualquier parte del mundo; pero la tienda de maletas que había al lado continuaba ahí aunque con las maletas más modernas y ya con ruedas — de encontrar a la chica de las botitas, fueron bastante más dramáticos y descorazonadores de lo jamás imaginado, absolutamente frustrantes y como para quitarle a uno la poca fe que le queda en sus congéneres porque fue el chico mayor, el tan sensato él y tan aplicado y tan responsable, tan paciente para con el abuelo traduciendo su lenguaje de signos, el que dijo con absoluta frialdad y tono perfectamente sereno:
– Sí, he sido yo, ¿qué pasa?
– ¿Tú? — Yo, perplejo y sin acertar a dar crédito.
– Sí — él, muy cruzado de brazos y alzando con insolencia su barbilla —: y no se alborote. Lo he hecho por su bien.
– ¿Por mi bien?
– Sí.
– ¿No huele aquí raro? — Preguntó Ramírez resoplando cuando entró en la habitación, desabrochándose el abrigo después de dejar al pequeño en la suya.
– ¿Por mí? — Insistí, sin presta (francamente irritado) atención a cierto olorcillo en verdad extraño — ¿Pero en qué cabeza cabe que…
– ¡Por supuesto que no!, naturalmente… En absoluto he pretendido… — Ramírez, sacándose con gesto concentrado una de las mangas —; pero, no sé… A algo como chamusquina.
– El fuego — adujo el chico — lo purifica todo y… — me miró a los ojos un instante, pestañeó y agregó —: sus páginas, usted perdone, eran malísimas.
– ¡Maldito mocoso!
– ¿Quién ha dicho — Ramírez, con la otra manga a medias y los ojos como platos — “¡maldito mocoso!”?
– Pues yo — indignado, muy en mi papel en mi afán de convencer a mi amigo de que yo era del todo inocente —, ¿quién iba a decirlo? — Y mirando al chico con ojos de asesino —: ¡Un chico que parecía tan modoso, tan sensato, tan aplicado…
– Oh, por favor — la abuela, a mí —; es muy comprensible… y de agradecer, su buena voluntad; pero negar la evidencia no va a solucionar nada —. Y dedicando una mirada lenta, parpadeante, a su esposo en la butaca, en tono alto y claro como quien está declamando en un escenario y ha de ser oído hasta en la última fila del tercer anfiteatro —: Ha sido él.
– No se lo crea — Sonia, con semblante apesadumbrado, tras un suspiro muy profundo —; parece un dechado de virtudes, pero… ¡si una hablara! El lunes pasado, sin ir más lejos, telefoneó el director del colegio que había hecho el muy bribón novillos…
– Es que — el hermano pequeño emergiendo, restregándose los ojos, de su última fila de anfit (perdón), quise decir “del profundo sueño en el que permanecía sumido allí, en el sofá, donde su padre minutos antes lo dejara”.
– ¡Pero si yo lo había llevado a la habitación! — exclamó Ramírez quitándose por fin el abrigo y encarándoseme con el ceño fruncido.
– Es que así — Sonia, que pese a sus excentricidades y esas carcajadas extemporáneas que soltaba de vez en cuando se comportaba a veces como una persona sensata —, sólo de viva voz y teniendo que memorizar, llevarlo todo en la cabeza… ¿no tenemos folios en alguna parte?
– Es que en esta casa no somos muy de…
– ¿Y eso quién lo ha dicho?
– Otra vez él — la abuela, que tal vez cansada a tan altas horas de la noche había perdido fuelle y, esta vez, no se la hubiese oído ni desde el primer palco de platea. Tal vez por eso nadie le hizo caso.
– Pues como que es verdad — el chico mayor, que se nos había vuelto así sin esperarlo bastante insolente. Y agregó —: Hasta que vino este chupatintas
Sobre el creador
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.