Sobre la obra
https://valentina-lujan.es/T/tiempomuerto.pdf
Cuántas veces al abrir un armario se encuentra uno algo que hace años que no utiliza y que lo único que está haciendo es estorbar; pero se lo deja, seguir estorbando y continuar ahí exhibiendo desolado su inutilidad, nada más por no vencer la apatía y decidirse, de una vez, a desprenderse de ello o buscarle, al menos, una ubicación en la que deje de ser un incordio.
Hoy, la tabla de planchar y un tendedero plegable. De buena gana los hubiera sacado, sencillamente — ah, y una silla, plegable también pero muy buena y muy parecida, por cierto, a otra igual de nueva y de buena que encontré un día en el cuartillo de las basuras y que como una urraca, esa sí, lo que hice fue agarrarla y meterla en el trastero sin saber para qué —; sacado sencillamente y dejado en la acera. Pero no, hay que ser civilizado y si uno va dejando en la acera todo lo que ni necesita ni quiere las aceras terminan pareciendo chatarrerías y las ciudades tomando un aspecto muy cutre, y más ahora que con la crisis el ayuntamiento suprimió (bueno, que ya hace meses) el “servicio de recogida de muebles y trastos viejos”.
Pero es que, además, no siempre el trasto es en sí tan trasto ni está viejo o inservible; ocurre sólo que uno no le encuentra utilidad, pero es seguro que alguien en alguna parte se pondría tan contento si se encontrase con eso mismo que nosotros no queremos.
Y, luego, que uno se los queda mirando y… La tabla de planchar, por ejemplo. La tabla de planchar con su soporte, de aluminio, sus tornillos, su mecanismo para extenderla, la funda que cubre lo que es propiamente el tablero (también de aluminio, como un enrejado) sobre el que luego se colocará la prenda que vas a planchar… Todo eso ha sido ideado y atornillado y armado y fabricado por personas que un día se estaban levantando de la cama a toque de despertador y renegando porque era su obligación, levantarse y lavarse y vestirse y desayunar para acudir a trabajar a una fábrica que hacía tablas de planchar.
Y esa persona, mientras colocaba las piezas de aquello que terminaría siendo una tabla de planchar (o le daba al botón o al resorte que de forma mecánica ensamblaba las diferentes partes, que no lo sé, nunca he visitado una fábrica de tablas de planchar) no estaba, como es natural, todo el rato pensando en la tabla, pero sabía (aunque tampoco lo estuviera pensando adrede) que el madrugón y la pereza vencida a regañadientes, y los empujones soportados en el metro, y el estar renunciando a un tiempo que con gusto hubiese utilizado en cualquier otra actividad más de capricho, estaban teniendo como finalidad el proporcionarle un sueldo con el que comprar, a lo mejor (y entre otras cosas), un tendedero plegable tan práctico cuando hay necesariamente que lavar pero resulta que está siendo una temporada muy lluviosa, y esperar a que mañana a lo mejor escampe es nada más posponer el problema; así que sí, esa persona que fabrica tablas de planchar utilizará parte de la ganancia en adquirir un tendedero plegable, o una silla, plegable también y también tan práctica cuando, de repente, por motivo de una celebración o de lo que sea, resulta que faltan sitios en los que sentarse y, ah, la silla plegable, voy a por ella.
Y así, de a pocos, las cosas se van de alguna manera impregnando de las gentes que por cualquier motivo tuvieron que ver algo con ellas; y luego, el siguiente, el que un día adquiere esa cosa y se la lleva a su casa y la saca del embalaje se encuentra frente a unos cartones (el embalaje) de los que hay que desprenderse, no va a ir uno dejando amontonados cartones de embalar por los rincones; cartones que a su vez fueron fabricados para exactamente contener aquello que venía dentro e ideados de tal forma que su estructura sirve nada más y justamente para dar cabida y albergue a… pues la tabla de planchar, por ejemplo.
Y para construir ese embalaje que luego no va a servir más que para tirarlo alguien se levantó una mañana, maldiciendo y a toque de despertador, y se lavó y se vistió y desayunó y aguantó los empujones en el metro para acudir puntual a una fábrica de embalajes para tablas de planchar pensando (aunque no adrede ni conscientemente) que con parte de las ganancias obtenidas de su trabajo como montador de embalajes compraría zapatos para sus hijos, por poner por caso, que a la larga se romperían o se les quedarían pequeños y habría que terminar tirando además de, eso también, haber requerido para su más cómoda manipulación y almacenado las cajas correspondiente que, antes o después, terminarían también desechándose…
Este tipo de cosas he pensado mientras bajaba al trasterillo del sótano la tabla de planchar y el tendedero y la silla plegables.
Y no he querido pensar cosas más profundas porque habría podido llegar a reflexionar sobre cuestiones que, no sé por qué, me han dado no sabría si decir pereza o miedo.
8 de mayo de 2012
Soliloquios
Sobre el creador
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.