http://valentina-lujan.es/Dbre10/cuyo%20marido.pdf
Una señora que pasaba muy malos ratos porque el marido, un bendito que por otra parte la adoraba, era sin embargo un tipo tan enormemente distraído y hasta extremos tan insospechados que aun pese a quererla como a las niñas de sus ojos se pasaba la vida equivocándose de esposa y, cuando la acompañaba a comprarse guantes o sombreros y salía del vestidor de los grandes almacenes alguna otra señora, él, en su despiste, le decía que estaba muy guapa aunque no fuese verdad — como era un hombre tan bondadoso — y la señora, entonces y sobre todo si no era verdad y ella plenamente consciente de no ser muy agraciada, le devolvía una sonrisa agradecida y le decía un poco ruborizada “es usted muy amable”.
Preguntaba él, extrañado aun en su despiste, que por qué lo trataba de “usted” después de tantos años y, ella, entonces, le respondía que precisamente por haber pasado tantos años desde que se vieran por última vez antes de que él se marchara a América a hacer fortuna no estaba segura de que fuera correcto el tutearlo porque bien podría ocurrir que hubiera él cambiado de estado.
Reía él entonces, divertido, con esa risa un poco estrepitosa con que ríen los hombres bondadosos entrados ya en años y algo gruesos, y le decía que había que ver si no era poco bromista; y que eso era lo que más le gustaba de ella, su sentido del humor y aquella manera suya tan encantadora de…
La esposa, que lo había reconocido entre la multitud por aquella su risa un poco estrepitosa, se acercaba, pedía disculpas muy seria y muy correcta a la desconocida explicando “es que este marido mío es terriblemente despistado” y se lo llevaba del brazo regañándole entre dientes por esa “tonta costumbre que tienes, Aniceto, de pegar la hebra con todas las mujeres feas que te vas encontrando”.
Cuando la desconocida era guapa todo resultaba bastante menos confuso y menos engorroso para la esposa porque, cuando el marido se equivocaba, la señora guapa lo miraba despectiva y se daba la media vuelta; y a la salida del vestidor allí se lo encontraba ella, la esposa, parado sin hacer payasadas ni un ridículo del todo innecesario y fuera de lugar porque, como ella argumentaba cargada de toda la sensatez que podía adornar a una dama de su edad tocada con semejante sombrero, “nosotros, Aniceto, estoy convencida de que ya hemos hecho y con creces todo el ridículo que el destino nos tuviese deparado el realizar”. Y que ya era hora de ceder el paso a las nuevas generaciones, que venían apretando y era seguro que — porque el proceso evolutivo de la especie humana es irremisiblemente así — el perseverar y querer competir era batalla perdida de antemano porque ellos, los jóvenes, tanto más preparados gracias a los adelantos modernos y a las técnicas docentes cada día más punteras, nos darían, a todos nosotros, ciento y raya con su saber hacer unos ridículos que, “créeme, Aniceto”, dejarían en mantillas a todos los ridículos hechos, con tanta tenacidad y tanto esfuerzo, por todas las generaciones pasadas de las que no somos más que un pálido, muy pálido reflejo.
Etiqueta: El despertador de la señorita Susi
Categoría: Telas de araña
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