About the work
https://valentina-lujan.es/L/lamiradajena.pdf
He estado esta tarde en la Fundación Canal viendo la exposición de Chagall y había bastante gente. En la primera sala una visita guiada, de manera que como no me gusta escuchar explicaciones me voy a la siguiente sala; luego volveré a ésta. En la segunda sala otra visita guiada y, los que no son del grupo, también se explican unos a otros qué están viendo.
No me gusta que otros, aunque sepan de cualquier tema más que yo, me cuenten su interpretación de nada que yo oiga, escuche, mire, huela o saboree.
Así que he mirado, por mi cuenta, cien láminas enmarcadas con su leyenda al lado y con su título, su fecha, y su técnica.
Algunas leyendas las leo; otras me las salto.
Por supuesto que me estaré perdiendo mucho de la simbología de lo que se ve en las láminas, y que cuando llego a la sala de “Las almas muertas” – inspiradas (las láminas) en la novela de Gogol – no se ver la concordancia entre lo que representan y los pasajes correspondientes del libro, y no sólo porque no haya leído el libro sino porque tampoco sabría establecer una diferencia de criterio para comprender que son distintas de la serie – en otra sala – dedicada a pasajes y personajes bíblicos.
Mientras miro considero pensativa si es tan importante “saber” qué es exactamente – o “realmente” – lo que representan o significan los dibujos.
La intención, la voluntad consciente o inconsciente, que movía a Chagall a la hora de dibujar (en el instante mismo de dibujarlo, no cuando lo explicase a otros a posteriori) entiendo que nada más él podría saberla.
Pero, un especialista, un entendido, por mucho que sepa…
Cuando llego a la puerta por la que debo salir, la misma por la que entré, veo que ya hay bastante más gente, y otra vez visitas guiadas, y un grupo de señoras de mi edad – de esas que van en grupo a todas partes – se dispone a entrar.
¿Sabrán interpretar lo que vean mejor que yo?
Camino hasta el Metro y mientras me muevo por los pasillos voy preguntándome qué pasa conmigo, por qué soy tan reacia a apreciar como más valiosos que los míos los criterios de otros. Preguntándome también por qué no experimento (nunca) una emoción distinta, o más profunda, frente a una obra de arte que frente a la de un niño.
Quizás por eso soy tan benevolente, aunque no lo entienda, con todo lo que veo dibujado (más benevolente, no sé cuál pueda ser la razón, que con lo que escucho o leo), sin considerar si tiene calidad o no la tiene y considerando sí y sólo que por más – en el caso del niño – que nada más esté siendo un garabato lo que no puede negársele es que es único. Y que nunca, sobre ningún otro papel, existirá ese mismo trazo.
Pero las personas acuden a las exposiciones, no hurgan en las papeleras buscando dibujos de niños…
En estas cavilaciones andaba cuando al levantar la vista me percato de que en las paredes del pasillo hay unos paneles, grandes, no de publicidad como pudiera esperarse, sino de fotografías ampliadas, muy ampliadas, hechas con teléfonos móviles.
Empecé entonces a pasearme, de panel en panel, como si estuviera en una exposición que yo hubiese elegido visitar, y me hubiera vestido y calzado y colgado el bolso al hombro para acudir exactamente a la estación de Metro de Plaza de Castilla, para ver en concreto aquellas fotografías y ninguna otra cosa…
Saqué mi tableta del bolso he hice fotografías a las fotografías; esquivando a los viajeros que – muy corteses muchos de ellos, lo que me sorprendió (gratamente) – se detenían para no estropeármela, o daban la vuelta por detrás de mí y, lo que más me sorprendió, es que me miraban, sorprendidos. Sorprendidos quizás porque me paraba a hacer fotos en el metro, me miraban a mí, a quien hacía las fotos, pero no a las fotos que fotografiaba.
Pensé entonces que tal vez algunos de aquellos transeúntes apresurados que no miraban las fotografías se habían vestido, y calzado, y salido de sus casas y viajado en Metro para ir exactamente a la Fundación Canal para ver la exposición de Chagall y ninguna otra cosa…
¿Tendrán esas personas una sensibilidad de la que yo carezco, o una sensibilidad tan diferente de la mía que les permite contemplar con emoción distinta, o más profunda, la obra de arte que es reconocida como tal de la experimentada frente a la que no goza de reconocimiento oficial?
Luego, al llegar al desvío que yo debía tomar para bajar a mi línea, había un negro, joven, sentado en el suelo tocando un instrumento de viento. Nadie le prestaba atención, llevarían prisa porque iban quizás a un concierto, en el Real, o en alguno de esos estadios a los que acuden multitudes a escuchar a sus ídolos del momento.
Lo miré y me sonrió.
10 de marzo de 2016
About the creator
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.