About the work
https://valentina-lujan.es/L/lafutilidadelenguaje.pdf
La palabra y su utilización es uno de los mayores ―por no decir el principal, aunque me quedo con las ganas― focos de conflicto entre los humanos, y causa de confrontaciones a veces enormemente enconadas.
La palabra con sus matizaciones, sus inflexiones, sus entonaciones, sus acepciones, prestándose ―o exigiendo― constantemente a que se la interprete, es una eterna zancadilla que la vida tiende para hacernos caer en la trampa que ella misma, la palabra, antes de pronunciada, aun sólo pensada incluso, nos tiende bajo el pretexto engañoso de que sirve para comunicarse y entenderse.
Cuando hablamos, en general cuando nos comunicamos ya sea oralmente o por escrito, sólo hay dos posturas de las que partir o en las que apoyarse; la objetividad y la subjetividad.
La objetividad no ofrece apenas problema.
Con objetividad estoy pensando, por poner un ejemplo y que es lo primero que me ha venido a la cabeza, en los Principios de la Termodinámica. Que lo busco en internet, a ver qué es eso, y si bien no entiendo una palabra de lo que leo, entiendo sí que si la afirmación de que la energía ni se crea ni se destruye sino que tan sólo se transforma se corresponde de manera fehaciente con el comportamiento real de la energía y está, además, comprobado que es verdad ― y que parece ser que lo está―, ella, la energía, se va a seguir comportando del mismo modo tanto si me lo creo como si no me lo creyera. De modo que no tengo nada que objetar ni que decirle ni a la energía, ni a sus leyes, ni qué rebatir a quienes sosteniendo con conocimiento de causa que las tales leyes son esas y no cualesquiera otras tratasen de convencerme. Y que me convencerían. Es más, me tienen convencida.
Entiendo así que quienquiera que me abordara en plena calle ―estoy fantaseando― y me dijera, señora, voy a enunciarle las leyes de la termodinámica, no estaría persiguiendo al recitarlas objetivo más personal o interesado que el de dejar constancia de que se las sabe; que podría ser un objetivo pueril, si se quiere, un alarde de “vea usted cómo soy persona instruida”, un pecado de vanidad pero inofensivo y muy pequeño, nunca pecado grande, Capital, de Soberbia, ni atentado contra el mandamiento de la ley de Dios que reza “no darás falsos testimonios ni mentiras”; no estaría habiendo en esa persona voluntad ―o yo al menos no la estaría percibiendo― de entrar en tipo alguno de desacuerdo conmigo, y no me pondría en guardia ni me incitaría a elaborar un argumento que esgrimir para contradecirla.
O el Teorema de Pitágoras que, te pongas como te pongas y al margen de quién te lo cuente o de los intereses que lo guíen, siempre que eches mano de un triángulo y halles el cuadrado de la hipotenusa te va a demostrar ―te guste o no y aunque patalees― que ese cuadrado de esa hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los dos catetos de ese mismo triángulo.
O el de Tales.
O el Principio de Arquímedes. Que lo busco también en internet, y si bien en las fórmulas no me detengo gran cosa porque me entra como que mareo, tiendo a creérmelo porque tengo no sé qué sospecha (algo que debí de aprender de niña) de que si, por desconfianza tal vez, quiero verificarlo por mí misma tendré que llenar una bañera, hasta el borde, y meterme dentro, y cuando salga armarme de cubo y de fregona y recoger tantos litros de agua como mi cuerpo haya desplazado. Y ocurre que no tengo bañera y que aunque la tuviese el realizar el experimento me daría muchísima pereza ―por lo de la fregona mayormente―; y que no hacemos ni mi experimento ni yo ninguna falta porque para eso está ―bueno, estuvo― el propio Arquímedes gritando su célebre Eureka mientras corría desnudo por las calles de Siracusa montando ―apreciación sí subjetiva ésta, por mi parte, pero doy en pensar que objetivamente no descabellada― un número que debió de ser bastante pintoresco, o no, dependiendo de cómo fuesen en el lugar y en la época los conceptos de decoro y de recato.
Y lo mismo, en lo que concierne a la objetividad, sucederá a la hora de dar o recibir respuestas a preguntas tales como si la Tierra se mueve o no se mueve o si es ella la que gira alrededor del Sol o el Sol alrededor de ella. O si media docena (de huevos, por ejemplo) es lo mismo que tres pares (de los mismos).
Con la subjetividad y todo cuanto está sujeto a ella, la cosa se complica inevitablemente.
Basta que en un grupo de amigas que se juntan para pasar la tarde chismorreando o jugando al julepe se le ocurra a alguna preguntar, así, de pasada, cómo cocinar la ternera a la jardinera y a otra se le ocurra apuntar que un poquito de zanahoria le da muy...
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About the creator
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.