Aprendió a esperar. A aguardar pacientemente a que la lluvia llegara y a que la tempestad amainara, a que los sueños pudieran ser soñados, a que la vida volviera a besarla en la boca cada mañana, de improviso, cuando el alba despuntara. Como siempre había sido, como si no la hubieran herido las ausencias. Aprendió a ser aliada de cada uno de los tictacs dolientes del tiempo que había transcurrido en silencio, de cada uno de las sístoles o las diástoles que acompasaban su latido al de aquellos que, a destiempo, le habían sido encomendados. Se negó a ella misma hasta llegar a no saber quien era, hasta llegar al límite en el que todo dejaba de ser racional y en donde se revertían los presentes hasta convertirse en los pasados lancinantes que sin éxito siempre había intentado enterrar. A pesar de todo esperaba volver a ser en libertad, en plenitud y abstraída de todo lo que no era ella para poder sentir de nuevo la caricia de las horas, la luz que abre cada día, el abrazo que la devolviera al presente.