Durante el viaje había aprendido que el tiempo nada tenía que ver con la cronología, nada con el reloj, nada con el calendario, nada con los cambios de estación, nada con el día o la noche. Que su paso tenía que ver con las emociones. Que el día y la noche se materializaban en sentimientos. Que soñar hacía referencia a la manera de sentir los veranos a bajo cero o los inviernos de calimas sofocantes, Que su transcurrir posibilitaba recoger las mejores cosechas en pleno mes de enero y plantar las más esperanzadoras sementeras en agosto. Por eso no comprendió nunca como en un solo instante, en el que doblan las notas de cada tic tac, podría separar el pasado del presente sin que hubiera una emoción que oficiara de vinculo, de tejido conjuntivo, de amalgama que uniría las horas que quedasen sueltas, huérfanas y sin patria a la que volver. Fue en ese instante en el que, después de sentir en sus pies el limo que cubría el fondo, se impulsó hacia arriba con fuerza, por enésima vez hacia la luz de la superficie. Tenía la certeza de que, en algún momento, volvería a respirar en plenitud.