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Alicia no se sabía contestar
pero le gustaba, de todos modos y aunque fuese a tontas y a locas ― o tal vez sólo precisamente por eso ―, como total no iba a enterarse nadie, responderse que no.
«¡No podrá!», se decía.
¿Por qué?
Pues por el mero capricho de llevar la contraria a su propia hermana que tenía aquella antipática manía de, siempre que le planteaba alguna de sus cuitas, decirle, indefectiblemente, piensa.
A piensa la había instado cierto día ― lo recordaba claramente ― en que habiendo recibido de la mamá de Rosarito una notita por mano de la niña advirtiendo que iba a ir a visitarla mañana, a la hora del recreo, al objeto de recabarle no importaba en este momento qué embarazosa explicación acerca de algo por lo que estaba molesta, Alicia enjaretó como buenamente pudo, en mente, la explicación idónea a lo que dio en suponer iba a ser la demanda de la madre de la interfecta, pero, irresoluta o deseosa de saber qué tal iba a sonar dada en palabras, decidió dársela, nada más para ensayar, por teléfono a su hermana.
–No sé, Alicia ― objetó aquella, una vez la hubo escuchado ―, si me parece del todo convincente.
– ¿Y tienes por ventura otra mejor? ― había replicado Alicia poniéndole, con la mano libre, la comida a Aristóteles.
Y, la otra, que ella no sabía pero que ― ahí es donde quería ella llegar — pensara un poco.
–Piensa — le había dicho.
Y Alicia pensó, largo y tendido, pero ahí estaba sin nada en la cabeza que argüir mientras que a él, su Aristóteles, sólo le faltaba ya lamer el plato.
Y que si estaba ahí; la hermana.
-Sí —repuso; aunque no había que perder los nervios porque él, Aristóteles, comía siempre muy rápido.
– ¿Y qué?
–Paté de salmón.
– ¡Oh, Alicia, esquivando los problemas no se soluciona nunca nada!
Y que lo que tenía que hacer era cerrar la boca a esa insolente.
– ¿Pero cómo? — Retirando el plato y colocándolo encima del aparador pensativa ― Considerando, además, que la necesito.
– ¿La necesitas? ― Escéptica la hermana ― ¿A Sole? ¿Estás segura de que necesitas a Sole?
– ¿Cómo saco adelante, sin ella, el tema tan enredadísimo como está de los pichones? ― inquirió a su vez por toda respuesta.
– ¡Tonterías! Además, ¿no eran perdices?
–Ese es el lío; y esa chica tiene una memoria estupenda.
–Bobadas, insisto. Cuando eso era hace mucho, además; los criterios de la docencia han ido cambiando, Alicia, y los métodos, y ahora mismo mucho más que el memorizar lo importante es el razonamiento.
– ¿Eso es lo que tú crees? —no sabía Alicia por qué le contaba sus cosas a su hermana, tan poquito que la comprendía.
– ¡Pues claro, hija! — y que lo que tenía que hacer era olvidarse de Sole porque, Alicia, esa chica es muy torpe si bien, convenía tenerlo presente si no se quería pecar de sectaria, y según lo pensó lo dijo en alto —: esto no es ni la mitad de delicado que el asunto aquel de la Prieto, o de Elvira, te tienes que acordar, con el tema de la carnicería...
–Charcutería ― rectificó.
–No, querida ― la hermana ―, carnicería que me acuerdo muy bien porque a qué, si no, que acuérdate si quieres que lo sabía todo el barrio y hasta aquellos tres primos más malos que demonios de… ¿era la Rebolledo?
–No…
– ¿No era la Rebolledo?
–Sí, pero no me quiero acord…
–Ah, no te quieres acordar… ¿Cómo entonc…
–Sí quiero; pero no de la Rebolledo.
–Alicia, que me estás haciendo un lío…
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Gargayo de la Frijolera que, se rumoreaba, no había existido nunca fuera de la tarjeta de visita pegada, por ella personalmente la mañana misma en que llegase y con sus propios dedos enguantados en cabritilla beige a juego con un bolso y tres maletas, al buzón desde donde precedido de un Vda. de, imaginaba ella, Bernardina…― así, a secas, reiteraba inasequible al desaliento la señorita Alicia al cabo de la pausa en el dictado que marcaba, adrede, con toda la intención de comprobar si alguna le saltaba con un “doña”; habrá que insistir y volver sobre ello tantas veces como sea necesario y hacéroslo copiar cien veces si es preciso, amenazaba, y siempre, por descontado vaya eso por delante que no quiero luego un hatajo de madres protestando “¡porque mi niña!”, por evitar equívocos y, mirándolas de hito en hito golpeando con el bolígrafo sobre su cuaderno de notas, que si quedaba claro ―, en su inocencia enternecedora o ridícula, alargando su brazo protector y rodeándole con él los hombros conjurando, así, la soledad y el olvido grabados como a fuego en las comisuras de la boca y en cada arruga de su rostro empolvado.
¿Podría un ser tan nada autónomo como Bernardina, tan dependiente de una mera sombra, puesto ante el brete en que lo colocaba la extemporánea intervención de Calpurnia o la Prieto salir al quite de su propio devenir no dando un paso en falso?
La señorita Alicia no se sabía contestar a esta pregunta ni a tantísimas otras que no vinieran especificadas de manera formal en el programa que tenía que completar no se acordaba ahora si en el primer trimestre del curso o en el segundo; pero, lejos de reconocer sus lagunas culturales, escondía como el avestruz la cabeza debajo del ala arguyendo, tan sólo para sí puesto que nadie la hubiera creído, que lo de la intervención de Calpurnia o de la Prieto ― ¿o era Elvira? ― no era más que una de tantas invenciones de la en exceso imaginativa ― por no decir abiertamente mentirosa ― Susanita Estévez, tan hija de… su madre, naturalmente.
Y sonreía llegados a este punto Alicia para, señalando con una de las patillas de sus gafas a la hermana mayor de la aludida, añadir en tono conciliador y tan hermana, huelga decirlo, de nuestra querida Olivia.
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llegados recientemente de provincias, entusiasmados y ansiosos por incorporarse al frenético ritmo vital de la ciudad hasta el extremo de ― sin siquiera aguardar a ponerse un poquito al día y aprender aunque sólo fuera unas cuantas normas generales de conducta y las reglas más básicas del funcionamiento de nuestra comunidad ― secundar el ambicioso proyecto, que llevado de su osadía tenía el insigne honor de haber auspiciado Felipe el tercero, ofreciéndose a «nosotros, de verdad y con el corazón en la mano os lo decimos, nos podéis encomendar lo que queráis porque estamos dispuestos a lo que haga falta».
Que se veía claramente ― o lo veía al menos y con el alma en vilo una Genoveva temerosa de que aquellos mocosos ignorantes de que las cosas hay que hacerlas con método y desconocedores, además, de quién era ella, tirasen, de un solo golpe pero certero, literalmente a la basura la ardua labor a la que llevaba años y aun lustros o siglos sacrificando gustosa su existencia ― que en verdad lo decían con el corazón en la mano, el mayor sobre todo y en concreto, que lo había cogido de encima de la cómoda y, la abuela «¡Pero quitárselo que me lo va a romper!», pasándoselo el chico de una mano a la otra; su «mi corazón de Jesús de toda la vida» y de porcelana además, que era.
Porque Genoveva era, aparte de como el tío Emiliano tan comedido no hubiese dicho jamás salvo por boca de Gervasio ¡mucha Genoveva la jodía!, la encargada de mantener en orden y minuciosa, rigurosamente secuenciada ― que sí lo habría dicho el tío Emiliano ― no ya sólo nuestra historia de gentes acostumbradas a moverse con soltura por las calles asfaltadas y con sus aceras y sus coches y sus letreros luminosos de nuestras ciudades, a paso vivo por lo general y sabiendo cada cual dónde iba, sino las historias ― de otras gentes deambulando a oscuras por populosísimas urbes muy lejanas, asustadas de sentirse tan perdidas y sin tener a quién pedir que aunque fuese con unas indicaciones muy someras los orientase hacia alguna parte ― que solían desembocar en finales felices cuando, al encontrarse nuevamente y abrazarse unos con otros embargados por el júbilo aunque estuvieran hambrientos y de polvo o barro hasta las cejas, se asomaba Teresa por la ventana de la cocina dando voces de que hicieran el favor de entrar y lavarse las manos porque la cena se empezaba a quedar fría y, luego ya sentados todos a la mesa, los padres, severos por lo general o preocupados, tan sólo, por los índices bursátiles, ¿dónde habéis estado que habéis tenido en un sinvivir a vuestras madres toda la tarde?
Lanzaban ellos entonces a hurtadillas, por los rabillos de los ojos, miradas suplicantes a Genoveva en demanda de Genoveva, por favor, dinos dónde para que podamos zanjar este engorroso asunto antes de llegar a los postres.
Y que qué trabajo le podía costar a ella dar respuesta a algo que era tan el pan suyo del cada día de su vida cotidiana.
–Pero un pan que he de ganarme ― solía replicar, echando cuentas entre bisbiseos cuando le tocaba ir reduciendo de a poquitos los puntos necesarios para sisar en condiciones y que luego sentasen bien las mangas ― no con el sudor de mi frente sino con los quebraderos de cabeza que me dais yéndoos por ahí sin ni avisarme, a sitios que no he podido ubicar ni urbanizar ni decorar ni poblar porque no he tenido materialmente tiempo de ni medio bosquejar ni a sus habitantes ni a su lengua ni a sus costumbres ni a su nada…
Así que, que se fastidiasen y, a la próxima, anduviesen con un poquito más de cuidado de no tocarle las narices porque la tenían muy, pero que muy harta.
[][][]
La hermana decía entonces “no sé, Alicia; pero a mí me parece que no hay rabillo de ojo alguno que pueda decir, así de un tirón, un párrafo tan largo” y era, esto precisamente ― o no “esto” exactamente, pero sí el proyecto, “la empresa” a la que se había adherido con desgana en un principio pero luego, a la vista del desconcierto reinante y de las posibilidades que ofrecía a unos planes que jamás antes hubiera ella imaginado siquiera el poder ni remotamente bosquejar, con decidida aversión ―, lo que tenía a Bernardina entusiasmada, enloquecida casi de felicidad ante la idea de que, al fin, ella, como todo el mundo, tendría un pasado, y una historia y una identidad que ella, Alicia, podría confeccionar si no a su antojo si por lo menos a medida y bien sentada (la primera, o ya vería sobre la marcha si una vez hilvanada le tenía más cuenta la segunda) o, en otro orden, perfectamente definida (la segunda, como es lógico) aunque, porque con esa posibilidad tenía que contar en todo momento considerando – como estaba firmemente...
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llegados recientemente de provincias que, entusiasmados y ansiosos por incorporarse al frenético ritmo vital de la ciudad hasta el extremo de sin siquiera aguardar a ponerse un poquito al día y aprender aunque sólo fuera unas cuantas normas generales de conducta y las reglas más básicas del funcionamiento de nuestra comunidad, lo primero que hicieron fue pelearse sin, en contra de lo que otros afirmaran en su momento y en su día, prestar la menor atención a las instrucciones recibidas en lo referente al corazón de la abuela ni a la forma correcta de manipularlo para que no se rompiera el orden secuencial de los acontecimientos que venían sucediéndose desde el día en que una niña de la clase de la señorita Marcela estuvo leyendo a sus compañeras en el recreo unos documentos que debían de ser muy antiguos porque dijo que los había encontrado entre unas tibias un tío suyo que era explorador y habrían, si nada se torcía, de desembocar en una historia y una identidad que Alicia podría confeccionar si no a su antojo sí por lo menos a medida y bien sentada (la historia) o perfectamente definida (la identidad) salvo que no se aviniesen ― y se daba ella cuenta de que con esa posibilidad se debe contar siempre “habida cuenta de lo borrega que puede ser la gente”― ni la una ni la otra a lo que a ella personalmente más le gustase o, si algo se torcía (posibilidad que no debe jamás desecharse por impensable), en algo que bien podría suceder en algún archivo que debería, para que las cuentas cuadrasen y Benilde no se disgustara, enlazar desde (o de retroceso a):
“que ya lleva esta casilla y este distintivo ― diría, no importa cuál de las cuatro ―, de manera que aquí habría que quitarlo y poner otro” y, en eso, no habría argumento lo bastante sólido como para quitarles la razón, ni en grupo ni de una en una y dependiendo, eso siempre, de su antigüedad en el cargo y de los derechos adquiridos en virtud de sus respectivos méritos.
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Title Alicia no se sabía contestar
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Alicia no se sabía contestar
pero le gustaba, de todos modos y aunque fuese a tontas y a locas ― o tal vez sólo precisamente por eso ―, como total no iba a enterarse nadie, responderse que no.
«¡No podrá!», se decía.
¿Por qué?
Pues por el mero capricho de llevar la contraria a su propia hermana que tenía aquella antipática manía de, siempre que le planteaba alguna de sus cuitas, decirle, indefectiblemente, piensa.
A piensa la había instado cierto día ― lo recordaba claramente ― en que habiendo recibido de la mamá de Rosarito una notita por mano de la niña advirtiendo que iba a ir a visitarla mañana, a la hora del recreo, al objeto de recabarle no importaba en este momento qué embarazosa explicación acerca de algo por lo que estaba molesta, Alicia enjaretó como buenamente pudo, en mente, la explicación idónea a lo que dio en suponer iba a ser la demanda de la madre de la interfecta, pero, irresoluta o deseosa de saber qué tal iba a sonar dada en palabras, decidió dársela, nada más para ensayar, por teléfono a su hermana.
–No sé, Alicia ― objetó aquella, una vez la hubo escuchado ―, si me parece del todo convincente.
– ¿Y tienes por ventura otra mejor? ― había replicado Alicia poniéndole, con la mano libre, la comida a Aristóteles.
Y, la otra, que ella no sabía pero que ― ahí es donde quería ella llegar — pensara un poco.
–Piensa — le había dicho.
Y Alicia pensó, largo y tendido, pero ahí estaba sin nada en la cabeza que argüir mientras que a él, su Aristóteles, sólo le faltaba ya lamer el plato.
Y que si estaba ahí; la hermana.
-Sí —repuso; aunque no había que perder los nervios porque él, Aristóteles, comía siempre muy rápido.
– ¿Y qué?
–Paté de salmón.
– ¡Oh, Alicia, esquivando los problemas no se soluciona nunca nada!
Y que lo que tenía que hacer era cerrar la boca a esa insolente.
– ¿Pero cómo? — Retirando el plato y colocándolo encima del aparador pensativa ― Considerando, además, que la necesito.
– ¿La necesitas? ― Escéptica la hermana ― ¿A Sole? ¿Estás segura de que necesitas a Sole?
– ¿Cómo saco adelante, sin ella, el tema tan enredadísimo como está de los pichones? ― inquirió a su vez por toda respuesta.
– ¡Tonterías! Además, ¿no eran perdices?
–Ese es el lío; y esa chica tiene una memoria estupenda.
–Bobadas, insisto. Cuando eso era hace mucho, además; los criterios de la docencia han ido cambiando, Alicia, y los métodos, y ahora mismo mucho más que el memorizar lo importante es el razonamiento.
– ¿Eso es lo que tú crees? —no sabía Alicia por qué le contaba sus cosas a su hermana, tan poquito que la comprendía.
– ¡Pues claro, hija! — y que lo que tenía que hacer era olvidarse de Sole porque, Alicia, esa chica es muy torpe si bien, convenía tenerlo presente si no se quería pecar de sectaria, y según lo pensó lo dijo en alto —: esto no es ni la mitad de delicado que el asunto aquel de la Prieto, o de Elvira, te tienes que acordar, con el tema de la carnicería...
–Charcutería ― rectificó.
–No, querida ― la hermana ―, carnicería que me acuerdo muy bien porque a qué, si no, que acuérdate si quieres que lo sabía todo el barrio y hasta aquellos tres primos más malos que demonios de… ¿era la Rebolledo?
–No…
– ¿No era la Rebolledo?
–Sí, pero no me quiero acord…
–Ah, no te quieres acordar… ¿Cómo entonc…
–Sí quiero; pero no de la Rebolledo.
–Alicia, que me estás haciendo un lío…
Etiqueta: Papeles
Categoría: Telas
Work type Literary: Other
Tags telas de araña, valentina lujan
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Identifier 2306244670664
Entry date Jun 24, 2023, 9:50 PM UTC
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Author. Holder Valentina Luján. Date Jun 24, 2023.
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