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no parece, en un principio, que pueda resultar problemática; no tiene uno y como muy bien sabrá a estas alturas de nuestra historia todo el mundo más que llegar y decir una sarta de sandeces encaminadas ― eso, mire usted, si que conviene el tenerlo presente si es que no queremos (y nosotros no queríamos, pero ahora la historia ha cambiado de manos y a saber qué quieren ustedes tan caprichosas como son las modas) que se nos descuelgue algún capítulo que se quedaría por ahí perdido y, bueno, no es que importe, todas las historias auténticas están plagadas de tantos capítulos perdidos como días vividos a lo tonto en que maldita la falta que hizo que se levantase el que los viviere de la cama; pero esas licencias las otorga la realidad y sólo la realidad, en tanto que la ficción es mucho más tacaña y, una vez que has abierto el ojo y puesto los pies en el suelo, todos tus actos y tus gestos, hasta los más cotidianos y espontáneos, incluso tus pensamientos más secretos, han de ceñirse a criterios enormemente rígidos de coherencia o, por lo menos, de incuestionable utilidad ― a no perder el hilo que a modo de cordón umbilical nos mantenga vinculados cueste lo que cueste, contra viento y marea, al hecho de todo punto insoslayable de que éramos algo que, por cierto, la última vez que alguien lo mencionó no dio problemas y no porque la más corpulenta de las Fuenfría, o de las Soriano o de las Navarrete, o la más aficionada a las películas musicales de las Gorgondiola o acatarrada de las Olmedo olvidara o se negase a decir que pero, bueno, eso es muy elástico; que quien tenga curiosidad por comprobarlo no tiene más que teclear en cualquiera de las versiones anteriores a esta o incluso en alguna de las posteriores y ahí podrá ver con sus propios ojos cómo en efecto, cuando les correspondió comparecer y hacer uso de la palabra, lo dijeron puntualmente y sin trastabillar, de corrido y sin que les diera la tos ni uno de esos tontos ataques de risa que la ponen a una tan en evidencia ni nada de nada.
Y porque no parece problemática es quizás por lo que uno (o una) se confía, para empezar, y para seguir ― puede tal vez que bajo los efectos de la tensión acumulada ante el temor de omitir sin quererlo un punto o una coma o una inflexión de la voz del todo determinante ― , se relaja una vez superado el duro trance de largar de un tirón una parrafada que, vale, no es el soliloquio de Hamlet ni la mitad de triste, pero tiene su gracia y, sin quererlo, se queda un poquito traspuesto (“traspuesta”, para ser exactos porque quien haya tenido la curiosidad de teclear en cualquiera de las versiones anteriores a esta o incluso en alguna de las posteriores habrá también visto de paso que quien se quedó ahí sentada era “ella”) de manera que , esperando ― un ratito corto primero y más largo a medida que iba cayendo la oscuridad y avanzando una noche que por alguna razón incomprensible pero sin la menor duda de enorme peso no terminaba de cerrarse del todo por más que los técnicos repasaron resortes, y desmontaron y volvieron a montar cerraduras, y sellaron orificios y grietas y antiquísimos conductos que, si estaban ahí, pues por algo sería, sí, pero que aspasen al que tuviese pajolera idea de cuantísimos lustros no haría que habían sido clausurados ―, se quedó como venimos de decir dormida.
¿Había ocurrido algo semejante alguna vez?
Nadie sabía.
No se podía negar sin embargo ― ni responder con un evasivo “no sé” porque ahí estaba la señorita Oriana más implacable que la más tirana de todas las ficciones exigiendo no saltarse “que os conozco, ningún enlace de la versión que os he dado, ahí lo tenéis, arriba del todo, la 9a, como modelo” ― que, a unos oídos más que a otros, habían ido llegando siempre con cuentagotas ciertos fragmentos de leyendas trasmitidas de generación en generación, como se deben trasmitir las leyendas, pero en un estado de conservación tan lamentable y relatados en lenguas tan diversas y por voces, a veces, gangosas y quebradas de abuelos venerables al amor de la lumbre de chimeneas de esas que presiden salones fastuosos con arañas, cuadros, tapices, porcelanas y alfombras turcas, persas o afganas y, otras, entre estornudos y moqueos de menesterosos al desamor de gélidos eriales, que ― como sucedería a cualesquiera otras obras de arte que se precien de tales ―, al verse sometidas a cambios tan bruscos de temperatura, humedad y traducción no siempre literal ni simultanea, no pudieron soportar el paso del tiempo y, bueno… ahí estaban, sí, pero a ver quién era el guapo que sabía recuperarlas, remozarlas, desempolvarlas, despojarlas de tantas capas de invención...
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más inexpertos, más elementales, más desconocedores de tantísimas cosas como configuran este mundo que se ha ido con el inexorable paso de los tiempos convirtiendo en un lugar tan moderno pero, también, algo (o incluso “bastante”) más observadores, más inclinados a mantener nuestros ojos y oídos bien abiertos porque dentro de nuestra ignorancia éramos bien sabedores — o quizás sólo “intuidores” — de que el orden de cosas, y de útiles, y de aperos y costumbres y de conocimientos con que nos desenvolvíamos no era posible que permaneciera indefinidamente así.
Pero estábamos demasiado embebecidos, absortos y hasta embrutecidos con el tema de la supervivencia y correteando todo el día, de acá para allá, en invierno y en verano, tras aquellos seres tan extraños y tan diferentes de nosotros.
Y tuvimos que esperar a que llegase un momento de calma que se demoró una enormidad; pero llegó aunque muchos no alcanzamos a verlo y fueron otros los que, desgranando vainas de judías, o de guisantes, a lo mejor, pudieron permitirse el gran lujo de, allí, sentados alrededor de la hoguera o tomando el refrigerio de la mañana, dedicarse a pensar y a tratar de desentrañar los grandes misterios que los envolvían y que no dejaban — eso no — de sorprenderlos tanto como aun a pesar de las pequeñas diferencias que a ellos les parecían abismales nos habían sorprendido a nosotros, los de antes, los que extenuados tras una dura jornada nos dejábamos caer sobre el duro suelo o, todo lo más, sobre un lecho de hojas amontonadas en el que soñábamos — sin siquiera saberlo — con lo que iba a ser algún día un Pikolin o un Flex o algún otro tipo de colchón, de latex, a lo mejor, o alguno de esos abatibles que te permiten ver con perfecta comodidad la televisión que, por entonces, constaba de un solo canal y la programación nada más consistía en ir mostrando noche tras noche aquella entidad sagrada que un atardecer se había manifestado cuando después de haber terminado de cenar permanecíamos allí, pensativos dando vueltas en nuestras cabezas al enigma que no sabíamos calcular cuánto tiempo atrás había causado un chasquido primero, un chasquido fuerte como de muchas ramas secas quebrándose todas al mismo tiempo, y, en seguida, otra entidad sagrada — las entidades sagradas se prodigaban mucho por entonces — que asomó por detrás de la colina y nos pareció muy inquieta porque no dejaba de bailotear estirándose y encogiéndose al tiempo que mostraba una gama de colores que Nufñre no dudó, con aquel desparpajo tan suyo, en calificar de inmediato de “cálidos”.
– ¿“Cálidos”? — Exclamó Myhsbk, tan proclive a poner objeciones a todo — ¿Podrías darnos una buena razón para afirmar que esos colores son cálidos?
– No, claro… — replicó Nufñre, que desde el asunto de la cerveza y no haber sabido justificar su aún más desconcertante “pásame otra” daba la sensación de haber perdido algo (aunque no mucho) de su locuacidad — ¿Cómo podría darte “una” de un algo que ni tan sólo sé si tengo?
– Eso — Gjifsw, poniéndose con arrogancia en pie y dibujando en sus labios una mueca burlona al tiempo que se encaraba a Nufñre —: salte por la tangente.
– ¡Kpugdil, por favor — saltó Rgoqiwz igual que si terminara de picarle una avispa —, dile que no diga “tangente”!
– ¿Hay, por ventura — Sigbut, con su inconfundible voz gangosa — algo de malo, algo de obsceno en “tangente”?
– Vale — Horjuwy, que con su natural bondad, su buen carácter, no se daba cuenta de cuándo alguna broma estaba, por más inocente que fuese, quedando fuera de lugar. Y mirando tan sonriente a Sigbut —: sigue enredando, anda.
– ¿Yo?
– ¿Qué “Yo”? — Sijgäw, que hizo una pausa para bostezar emitiendo su característico sonido de chacal —, ¿no has sido siempre Sigbut?
– Además — Yo — no quisiera verme, a ser posible, involucrado en esto.
– Seguid así — Prjig cambiando, impaciente, el cruzado de sus piernas tan largas —; seguid así y seremos el hazmerreír de todo el mundo.
– ¿Qué “mundo”? — Srailkt, cuya perspicacia andaba a veces un...
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Gargayo de la Frijolera que, se rumoreaba, no había existido nunca fuera de la tarjeta de visita pegada, por ella personalmente la mañana misma en que llegase y con sus propios dedos enguantados en cabritilla beige a juego con un bolso y tres maletas, al buzón desde donde precedido de un Vda. de, imaginaba ella, Bernardina…― así, a secas, reiteraba inasequible al desaliento la señorita Alicia al cabo de la pausa en el dictado que marcaba, adrede, con toda la intención de comprobar si alguna le saltaba con un “doña”; habrá que insistir y volver sobre ello tantas veces como sea necesario y hacéroslo copiar cien veces si es preciso, amenazaba, y siempre, por descontado vaya eso por delante que no quiero luego un hatajo de madres protestando “¡porque mi niña!”, por evitar equívocos y, mirándolas de hito en hito golpeando con el bolígrafo sobre su cuaderno de notas, que si quedaba claro ―, en su inocencia enternecedora o ridícula, alargando su brazo protector y rodeándole con él los hombros conjurando, así, la soledad y el olvido grabados como a fuego en las comisuras de la boca y en cada arruga de su rostro empolvado.
¿Podría un ser tan nada autónomo como Bernardina, tan dependiente de una mera sombra, puesto ante el brete en que lo colocaba la extemporánea intervención de Calpurnia o la Prieto salir al quite de su propio devenir no dando un paso en falso?
La señorita Alicia no se sabía contestar a esta pregunta ni a tantísimas otras que no vinieran especificadas de manera formal en el programa que tenía que completar no se acordaba ahora si en el primer trimestre del curso o en el segundo; pero, lejos de reconocer sus lagunas culturales, escondía como el avestruz la cabeza debajo del ala arguyendo, tan sólo para sí puesto que nadie la hubiera creído, que lo de la intervención de Calpurnia o de la Prieto ― ¿o era Elvira? ― no era más que una de tantas invenciones de la en exceso imaginativa ― por no decir abiertamente mentirosa ― Susanita Estévez, tan hija de… su madre, naturalmente.
Y sonreía llegados a este punto Alicia para, señalando con una de las patillas de sus gafas a la hermana mayor de la aludida, añadir en tono conciliador y tan hermana, huelga decirlo, de nuestra querida Olivia.
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Title Quienes somos (versión 9c)
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no parece, en un principio, que pueda resultar problemática; no tiene uno y como muy bien sabrá a estas alturas de nuestra historia todo el mundo más que llegar y decir una sarta de sandeces encaminadas ― eso, mire usted, si que conviene el tenerlo presente si es que no queremos (y nosotros no queríamos, pero ahora la historia ha cambiado de manos y a saber qué quieren ustedes tan caprichosas como son las modas) que se nos descuelgue algún capítulo que se quedaría por ahí perdido y, bueno, no es que importe, todas las historias auténticas están plagadas de tantos capítulos perdidos como días vividos a lo tonto en que maldita la falta que hizo que se levantase el que los viviere de la cama; pero esas licencias las otorga la realidad y sólo la realidad, en tanto que la ficción es mucho más tacaña y, una vez que has abierto el ojo y puesto los pies en el suelo, todos tus actos y tus gestos, hasta los más cotidianos y espontáneos, incluso tus pensamientos más secretos, han de ceñirse a criterios enormemente rígidos de coherencia o, por lo menos, de incuestionable utilidad ― a no perder el hilo que a modo de cordón umbilical nos mantenga vinculados cueste lo que cueste, contra viento y marea, al hecho de todo punto insoslayable de que éramos algo que, por cierto, la última vez que alguien lo mencionó no dio problemas y no porque la más corpulenta de las Fuenfría, o de las Soriano o de las Navarrete, o la más aficionada a las películas musicales de las Gorgondiola o acatarrada de las Olmedo olvidara o se negase a decir que pero, bueno, eso es muy elástico; que quien tenga curiosidad por comprobarlo no tiene más que teclear en cualquiera de las versiones anteriores a esta o incluso en alguna de las posteriores y ahí podrá ver con sus propios ojos cómo en efecto, cuando les correspondió comparecer y hacer uso de la palabra, lo dijeron puntualmente y sin trastabillar, de corrido y sin que les diera la tos ni uno de esos tontos ataques de risa que la ponen a una tan en evidencia ni nada de nada.
Y porque no parece problemática es quizás por lo que uno (o una) se confía, para empezar, y para seguir ― puede tal vez que bajo los efectos de la tensión acumulada ante el temor de omitir sin quererlo un punto o una coma o una inflexión de la voz del todo determinante ― , se relaja una vez superado el duro trance de largar de un tirón una parrafada que, vale, no es el soliloquio de Hamlet ni la mitad de triste, pero tiene su gracia y, sin quererlo, se queda un poquito traspuesto (“traspuesta”, para ser exactos porque quien haya tenido la curiosidad de teclear en cualquiera de las versiones anteriores a esta o incluso en alguna de las posteriores habrá también visto de paso que quien se quedó ahí sentada era “ella”) de manera que , esperando ― un ratito corto primero y más largo a medida que iba cayendo la oscuridad y avanzando una noche que por alguna razón incomprensible pero sin la menor duda de enorme peso no terminaba de cerrarse del todo por más que los técnicos repasaron resortes, y desmontaron y volvieron a montar cerraduras, y sellaron orificios y grietas y antiquísimos conductos que, si estaban ahí, pues por algo sería, sí, pero que aspasen al que tuviese pajolera idea de cuantísimos lustros no haría que habían sido clausurados ―, se quedó como venimos de decir dormida.
¿Había ocurrido algo semejante alguna vez?
Nadie sabía.
No se podía negar sin embargo ― ni responder con un evasivo “no sé” porque ahí estaba la señorita Oriana más implacable que la más tirana de todas las ficciones exigiendo no saltarse “que os conozco, ningún enlace de la versión que os he dado, ahí lo tenéis, arriba del todo, la 9a, como modelo” ― que, a unos oídos más que a otros, habían ido llegando siempre con cuentagotas ciertos fragmentos de leyendas trasmitidas de generación en generación, como se deben trasmitir las leyendas, pero en un estado de conservación tan lamentable y relatados en lenguas tan diversas y por voces, a veces, gangosas y quebradas de abuelos venerables al amor de la lumbre de chimeneas de esas que presiden salones fastuosos con arañas, cuadros, tapices, porcelanas y alfombras turcas, persas o afganas y, otras, entre estornudos y moqueos de menesterosos al desamor de gélidos eriales, que ― como sucedería a cualesquiera otras obras de arte que se precien de tales ―, al verse sometidas a cambios tan bruscos de temperatura, humedad y traducción no siempre literal ni simultanea, no pudieron soportar el paso del tiempo y, bueno… ahí estaban, sí, pero a ver quién era el guapo que sabía recuperarlas, remozarlas, desempolvarlas, despojarlas de tantas capas de invención...
Etiqueta: Papeles
Categoría: Telas
Work type Literary: Other
Tags telas de araña, papeles, valentina luján
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Registry info in Safe Creative
Identifier 2306244670633
Entry date Jun 24, 2023, 9:08 PM UTC
License All rights reserved
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Author. Holder Valentina Luján. Date Jun 24, 2023.
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Derivation of: 2306244670596 - Éramos algo más inexpertos
Derived work: 2306244670657 - Un tal Estanislao
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