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esperando un ratito corto primero y más largo a medida que iba cayendo la oscuridad y avanzando una noche que, por alguna razón incomprensible pero sin la menor duda de enorme peso, no terminaba de cerrarse del todo por más que los técnicos repasaron resortes, y desmontaron y volvieron a montar cerraduras, y sellaron orificios y grietas y antiquísimos conductos que, si estaban ahí, pues por algo sería, sí, pero que aspasen al que tuviese pajolera idea de cuantísimos lustros no haría que habían sido clausurados.
¿Había ocurrido algo semejante alguna vez?
Nadie sabía.
No se podía negar sin embargo que, a unos oídos más que a otros, habían ido llegando siempre con cuentagotas ciertos fragmentos de leyendas trasmitidas de generación en generación, como se deben trasmitir las leyendas, pero en un estado de conservación tan lamentable y relatados en lenguas tan diversas y por voces, a veces, gangosas y quebradas de abuelos venerables al amor de la lumbre de chimeneas de esas que presiden salones fastuosos con arañas, cuadros, tapices, porcelanas y alfombras turcas, persas o afganas y, otras, entre estornudos y moqueos de menesterosos al desamor de gélidos eriales, que ― como sucedería a cualesquiera otras obras de arte que se precien de tales ―, al verse sometidas a cambios tan bruscos de temperatura, humedad y traducción no siempre literal ni simultanea, no pudieron soportar el paso del tiempo y, bueno… ahí estaban, sí, pero a ver quién era el guapo que sabía recuperarlas, remozarlas, desempolvarlas, despojarlas de tantas capas de invención irreflexiva, incluso burda a ratos, como amenazaban con asfixiarlas y, desnudas, mostrarlas ante sus asombrados congéneres.
El guapo no podía ser otro, en opinión de lo más granado de la juventud femenina aún casadera e incluso de las solteronas más definitivamente perdidas para la causa ― y con una ventaja que dejaba a Tristán, pese a que también tenía su público porque como decía doña Nucia siempre habrá un roto para un descosido, a la altura del betún ―, que el primo Orlando; pero el primo Orlando, tal vez por aquello de que no se puede tener todo, era un verdadero manazas.
Simpático, ocurrente, ingenioso; un dechado en fin de perfecciones en lo tocante al intelecto, pero, con sus manos de artista tan bonitas, un zarpas en toda la extensión de la palabra.
Así que aunque todo el mundo pensara en él, que se pensó, a nadie se le hubiera debido pasar por la cabeza proponerlo como adalid de una empresa tan… no digamos “imposible” caso de no querer pasar por pusilánimes de esos que se ahogan en un vaso de agua, sugirió Cayetana la del quinto ― por buen nombre, también, para algunos, “la de Sobradillo", un tal Wenceslao ― pero sí “un poquito complicada”.
Complicada porque algunas tardes, sin que hubiese habido el menor indicio de que las cosas fuesen a torcerse, los planes se desbarataban y Eulalia no decía ¡Caramba!, o no salía o lo hacía muy despacio y sin arrojar lejos de sí con enojo lo que tuviera en la mano, o no daba un portazo, o respondía a la del cuarto dos sin darse cuenta o pasaba, muy sonriente - diciendo “buenas tardes” y todo - por delante de la del tercero uno que, más servicial y dispuesta aun si cabe que la otra, no es ya que anduviera por las escaleras por si acaso sino que salía a sentarse al descansillo, con su silla plegable, y allí se pasaba las horas por si caía la breva de que fuese ella, ella tan insignificante, ella “¡yo, Señor, tan poquita cosa!” - exclamaba con los ojos humedecidos por la emoción - quien tuviese el insigne honor de ser la empujada; o no se encerraba en el despacho de don Román o, tanto si don Ramón estaba solo como si se encontraba atendiendo a algún paciente, no se atrincheraba ella, Eulalia, en la despensa sino que se quedaba allí, muy erguida bajo la claraboya esperando a ver qué decidíamos.
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