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de María Eulalia, la del séptimo, que cuando tras dejarle la casa literalmente patas arriba regresaba tan satisfecho del deber cumplido diciendo que Clotilde, la cocinera de don Atiliano, andaba retrasada {por culpa de un hojaldre para volovanes en los que no andaba muy ducha — y no debía descartarse, por tanto, advertiría a la concurrencia, que fuera sustituida por una de las sobrinas del tenedor de los libros del señor Pedreras —} pero omitiendo, astuto, la más mínima alusión a cuánto la del séptimo había protestado { y cuántas amenazas había proferido contra su persona poniendo, incluso, a Dios por testigo de que nunca más consentiría en que pusiera sus zarpas, “¡pedazo de Adán!”, en los cajones de su cómoda ni en sus mantelerías.
– ¿Y qué quieres que haga yo, María Eulalia, si he de cumplir el cruel destino que me deparó mi suerte? — se excusaba.}, hubo, aun no queriéndolo, de renunciar a un discurso que llevaba tan bien preparado y — repárese en el detalle — a tres colores, por causa de tener que elegir entre seguir imperturbable su camino o detenerse — perturbado — a forcejear contra una Voluntad {no férrea del todo pero sí muy cabezona que, de repente y por sorpresa, le salió al paso al doblar una esquina espetándole sin contemplaciones “¡soy tuya!” y que, por tanto y sin desear en absoluto ella que pudiera sentirse acosado frente a declaración tan vehemente, lo invitaba a ir a la casa suya y, allí, tranquilamente, recapacitar juntos acerca de unos planes que si por causa de su intervención — “y conste que no quiero asustarte”, le dijo — se consumaban lo condenarían a de por vida tener que hacerse cargo y proveer de alimento y vestido a toda una patulea de resultados, quién sabía si no tremendamente engorrosos de encontrar, inherentes o consustanciales a “esa — y torció la Voluntad el gesto con disgusto — criatura tan dependiente y expuesta al capricho de flujos sometidos a muy diversas presiones”} que, si en verdad se creía tan suya como venía de proclamarse, no iba a dejarse arrinconar sin ofrecer resistencia y, por no andar perdiendo tiempo y energías, más le iba a valer escucharla.
─ ¿Qué piensas tú, Voluntad mía — le preguntó resignado—, que debo hacer ante semejante disyuntiva?
─ Pues tú verás — replicó ella —, que no quiero ser una Voluntad dominantona; pero yo que tú y ya que estás aunque sin saber por qué ni cómo en la oca de agua de los ángeles, que no es como comprenderás moco de pavo, aprovecharía para sin demora ahuecar el ala.
Porque, le explicó, la susodicha o de Bernoulli, en el 35, venía “lo sé yo de buena tinta” — dijo — pisándole los talones.
Etiqueta: El despertador de la señorita Susi
Categoría: Telas de araña
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