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cuando al salir, de puntillas y procurando no ser visto para evitarse el dar unas explicaciones engorrosas que arrojarían una mancha de deshonor sobre su apellido y su familia ― aún la política, que no quería ni pensar en su cuñada (no la mujer de su hermano, una artista plástica de mente portentosamente abierta, sino la hermana de su propia mujer, de mente herméticamente cerrada a comprender que hay que saber adaptarse a los tiempos y a las circunstancias ― se encontró con la pequeña de las Maluenda que comentó, sin en apariencia dar a la cosa mayor importancia, que la sorprendía su presencia porque ― “pensé que lo informarían con tiempo”, dijo ― la señorita se fue a la cama “anoche muy resfriada y con algunas décimas, por lo que es de comprender que no estuviese en condiciones de…”.
La Maluenda, tal vez por cortedad o apuro de dejar traslucir que sabía, al igual que todo el vecindario, la situación en que los avatares de la vida lo habían puesto, no terminó la frase; pero él, que conocedor a su vez de la apurada situación económica por que atravesaba la madre del pequeño del séptimo no quiso ni oír hablar de que dejase de acudir a prestarle sus servicios, respondió con la mayor naturalidad de la que supo hacer acopio que no, que hoy no venía de casa de la señorita, que venía de casa del abogado, que le había avisado su freidora ― “y que buen extravío que me ha hecho, y perdone que me desahogue con usted, que no tiene la culpa de nada (dijo), pero habiendo quedado como quedamos en que cenaría una ensalada se le antojaron de buenas a primeras un par de huevos fritos con patatas y, como me ha dicho que le avisara antes de marcharme pues aprovecho para quejarme, y espero que usted sea comprensivo y me perdone, pero es que tengo que hacer dos trasbordos y, encima, la boca de metro de cerca de mi casa la cierran a las diez menos veinte y mire usted si tiene algún reloj mano, ¡que qué tonterías digo, precisamente usted!, las horas que son” ― de que tenía una vista a, precisamente, primera hora.
‒ Pues eso sí que es raro ― replicó la Maluenda ― porque al abogado tuvieron que ingresarlo de urgencia, ayer, que sería a media tarde, con un dolor fortísimo que es, según dicen, una peritonitis.
‒ Así, las cosas ― suspiro, en parte aliviado, el señor Cremades ―, y como según venimos de ver usted y yo los dos juntos y en buena armonía las mentiras tienen las patas muy cortas, creo que lo que procede es reconocer la verdad y confesarle que el error ha sido mío, que con tanto como lleva uno en la cabeza se me olvidó que Luis Angelito no tiene ya hoy que ir al colegio como han empezado las vacaciones de Semana Santa.
‒ ¿Y que ha pasado?
‒ Pues lo que tenía que pasar, Florita. Lo que tenía que pasar y, lo peor, es que creo que se ha enterado la madre.
‒ Pero ella es una mujer muy discreta. No creo que vaya a decir ni palabra.
‒ No, ya, si eso sí. Lo que me hace sentir mal, y esta es otra verdad que voy a confesarle a usted pero con el ruego encarecido de que no llegue a oídos de mi cuñada, que estaría encantada de proclamar a los cuatro vientos que soy un idiota, es que ella, la madre, me pidió muy compungida que no lo hiciese más. Y ahora, por culpa de un error estúpido, se va a enterar de que lo he hecho.
‒ Ah ¿Entonces la señorita no le preocupa?
‒ La señorita es bastante generosa y me deja perfecta y absoluta libertad de, a partir de las 5:45 como tiene esa manía de madrugar, hacer con mi tiempo lo que me venga en gana y sacarme un sobresueldo… en negro, claro. Pero, en el caso de Luis Angelito… Porque, usted sabrá comprenderme, por mal que en la vida vengan dadas uno tiene sus principios, su sentido de la ética al que por nada de este mundo se puede ni se debe renunciar.
Etiqueta: El despertador de la señorita Susi
Categoría: Telas de araña
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