https://valentina-lujan.es/Dbre10/adquiridoenningun.pdf
cuando, y ella muy bien lo sabía, eso no era en absoluto cierto porque — y el abuelo se lo había relatado, y, bueno, no sólo a ella; no sólo a ella sino bajo declaración jurada y en audiencia — ellos, los dos, juntos y de común acuerdo, habían acudido una tarde (cuya fecha sin duda constaría en el expediente si alguien se tomaba la molestia de mirarlo) a un notario, y, él, él en persona , lo había relatado sosteniendo que eso era una burda patraña.
Y, allí, en la notaría, no ya el abuelo sino él y con su propia voz , declaró haber sido adquirido al precio oficial y de mercado reseñado en (y todo el mundo que haya firmado un triste e insignificante testamento sabe lo que eso cuesta) contrato firmado por el susodicho abuelo y con consentimiento expreso, con su rúbrica y todo, del interesado que, por cierto y explicó — y exigió, para ir más lejos, que la explicación figurase en dicho documento; pero el notario dijo que lo que quisieran (el abuelo y él, que eran los que pagaban) pero que tuviesen en cuenta que como él cobraba por páginas redactadas con sus sellos y su “yo, el notario” y el relato de la parte contratada tomado desde sus inicios o, al menos, desde donde a él le había contado sus ancestros, se remontaba a, calculando a puro ojo, tres o cuatro siglos atrás, “ustedes verán pero va a costarles un ojo de la cara”; de manera que de común acuerdo desistieron —, no era ningún aficionado ni inexperto carente de título y las correspondientes credenciales (y que tenía un diploma con orla y todo, en el comedor de su casa, dijo también) sino descendente por línea directa y heredero y legatario de una insigne estirpe de muy rancio abolengo educada, generación tras generación, para realizar su trabajo de forma totalmente personalizada.
Y, eso, requería no poca habilidad y, como es lógico, tenía su técnica y, por qué no decirlo, hacía necesario recurrir a ocasionales triquiñuelas dependiendo de la idiosincrasia del usuario porque, como muy bien sabrían tanto el letrado como el abuelo de la señorita, cada persona es un mundo y, así como unas necesitan o tienen suficiente con una musiquita suave, para otras hay que echar el resto y echar mano de la percusión y hasta prodigarse en violentos zarandeos que conllevan, a veces, una respuesta no menos violenta (aunque inconsciente, sí) por parte del…
Así, por tanto, estaba él versado y era ducho, tanto en la utilización y manejo de todo tipo de instrumentos musicales — que igual te tocaba la armónica que el violín o el piano o el tambor y los platillos, “o, bueno, no igual (quiso puntualizar, atento a en nombre de la propia idiosincrasia suya ser preciso) pero para entendernos” — como en el ejercicio y práctica de toda una variedad de artes marciales porque, dijo, “colegas y hasta familiares tengo o, bueno, tuve, que terminaron muy, pero que muy mal y en paz descansen”.
Y puso la señorita, Susi, el capuchón a la estilográfica no sin albergar — a regañadientes, que llevaba muy mal eso de hacer hueco en su ella, que ella llamaba “yo” con cabezonería, a elementos que pudieran desasosegarla — la duda, “razonable”, se dijo, pero impertinente y respondona, de que lo escrito estuviese bien, o mal, en su defecto, redactado.
Etiqueta: El despertador de la señorita Susi
Categoría: Telas de araña
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