Llegó el momento en el que le obligaron a escoger entre todas las vidas que había vivido y él, sin dudarlo, a pesar de las heridas, a pesar de las asignaturas pendientes, a pesar de los duelos enquistados en el alma y los que se habían volatilizado como sus lágrimas se sublimaron mil veces al entrar en contacto con el ardor de su corazón enamorado, sin dudarlo, eligió la del pirata adolescente, irreflexivo y vehemente que había surcado todos los mares posibles, a pesar de los consejos, de las advertencias o de las señales que le llegaban de rincones que jamás habían sido explorados por él y que su torpe corazón nunca supo interpretar. Sintió que al fin todos los instantes vividos podrían materializarse como elementos de una realidad apócrifa, fragmentada, inasequible y doliente, a veces sedosa como la mejor de las caricias, a veces áspera y lacerante como la peor de las arpilleras. Tenía la certeza de poder construir con ellos un presente sano en el que detener el tiempo líquido que hasta ese momento había habitado. Confiaba firmemente en que sería así. Por eso no tuvo nunca miedo a contarlo.