Sentía que todo lo que deseaba, y había deseado siempre, estaba al otro lado de lo evidente. Que todo existía en aquel lugar que alguna vez había explorado a hurtadillas, de manera ilegítima, a contratiempo. Tesoros que protegía un océano sobre el que, muchas veces, había navegado como polizón, sin pasaporte ni salvoconducto, sin que nadie validase su ruta bohemia y alternativa y sobre el que capeó decenas de tempestades y una canción desesperada. Que todo era en aquel lugar en el que sintió que no había más vida que la que era capaz de distinguir con la mirada de su alma disconforme. Un lugar que no había otra realidad que la que marcaba, con parsimonia, el sonido del quejido de la tierra al abrirse a su emoción desmedida. Nunca aceptó, a pesar de lo evidente, que la verdad estuviese siempre del lado que no era visible, de la cara del muro en la que crecía el musgo del invierno. Por eso esperaba cada tarde, pacientemente, el momento de volver a cruzar al otro la puerta que los separaba y mirar de nuevo con ganas de ver. Muchas veces lo hizo entre cuartetos y tercetos consonantes, otras en octosílabos asonantes aunque, la mayoría de las veces, le gustaba envolverse en métricas dispares y libres a las que cuidaba con mimo y con las que dibujaba sus presentes asimétricos. Así vivía la vida. Así sentía la vida. Así soñaba su vida.