Casi al final del camino, cuando podía intuir que el viaje acababa, comprobó que lo que siempre había sospechado era cierto. Comprobó que el orden natural de las cosas no era el orden irracional en el que el tiempo y su voluntad las habían colocado. Constató que la mentira, que en algún momento fue el criterio de validez de su hipótesis y en base al que tenía que confirmar o refutar su modo de vida o la ruta que debía seguir, se tornaba en el trampantojo que le había alimentado durante el viaje. No fue la búsqueda del cántaro de monedas de oro que se escondía en uno de los pies del arco iris lo que le hizo emprender el viaje, ni el versículo escondido del libro sagrado que le obligaron a leer quien marcó su camino. Fue la esperanza y la negación de lo que hasta ahora había sido lo que le hizo interpretar las señales que iba encontrando, a veces en plena oscuridad. Al fin se apartó de lo material.