Casi al final de su sexta vida se dio cuenta de que había ido haciendo “camino al andar” y fue en ese momento cuando se perdonó los errores que había cometido en la elección de las encrucijadas por las que había transitado. Las veces que, envuelto en la noche, el miedo a perderse lo paralizó o las que los fuegos fatuos, en una medianoche estrellada de agosto, le hicieron perder la vista. Una mañana, al volver la vista atrás, comprobó que el viento, la lluvia y el sol habían borrado sus pisadas y no podía volver sobre sus pasos. Se alegró por eso. Supo entonces que había llegado el momento de intentar crear un nuevo sueño en compañía. Tenía la certeza de estar, ahora sí, en el camino correcto y se sentó a esperar que su alma vieja volviera a parir, ahora sin dolor, una nueva esperanza para poder empezar un nuevo viaje.