Otoño en Buenos Aires
07/28/2018
1807287849105

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Otoño. Del año la estación más bella. La estación de los poetas. Melancólico, sereno, tenue y dorado otoño que los días acorta, los árboles desnuda y mi memoria sin remedio transporta hacia un pasado roto y herido, hacia un tiempo para siempre detenido en un instante eterno.
No es ésta una historia feliz, les advierto. Es una historia de dolor y muerte, de fantasmas que infinitas noches poblaron, de desolación y rabia. Aunque sobre todas las cosas, sí, es una historia de amor.
Se llamaba Álvaro. Era un muchacho alto y muy delgado, alegre, romántico, divertido, con grandes ojos color caramelo revoltosos y burlones que ocultaban un pellizco de vulnerabilidad. Desde el primer instante supe que amarlo era mi destino, que siempre sería él mi lugar en el mundo. Y es ahora por eso tan grande mi desamparo...
Le vi por última vez un día de marzo frío y brumoso, húmedo de lluvia. Primeros atisbos del otoño cruel que aquel año asolaría Buenos Aires. Se despidió con un beso y un guiño pícaro, entusiasmado con algún proyecto que traía entre manos y seguro me contó pero ya después no logré recordar. Charcos de cristal brillaban en la calle. Subió a su motocicleta −chubasquero y libros a la espalda− y se perdió entre el tráfico de la mañana. Nunca regresó y el rumbo de mi vida para siempre y sin remedio se torció. Nada volvería ya a ser como solía.
Tan definitiva y abrupta fue su desaparición que no parecía real, no podía serlo, resultaba imposible, impensable. Tan fuerte era, día tras día, la impresión de pesadilla que yo creía soñar. Nadie desaparece sin rastro, sin explicación, sin motivo, me decía. Aunque justamente eso era lo que acababa de ocurrir. Humo entre la niebla. Desvanecido sin más. Y a nadie pareció extrañar. Tiempo gélido y oscuro de silencios y miedos callados.
Anduve todos los lugares posibles en un amargo y tristísimo recorrido por la burocracia del dolor. Hospitales, administraciones, puestos de guardia... Incluso a las puertas de la Morgue en mi desesperada pesquisa llamé y allí, con el corazón encogido y el alma espantada, uno tras otro, metódicamente, decenas de cuerpos revisé. Cadáveres anónimos destinados a yacer en el olvido eterno de cualquier tumba sin nombre. Ninguno era el suyo.
Extraviada en el laberinto de la duda, suspendida en un limbo de secretos y sospechas, enloquecí. El tiempo se volvió contra mí. Moría por dentro, enferma de tristeza y desesperanza. Le echaba tanto de menos... Sus bromas, sus risas, su voz, su ternura. Le buscaba en sueños incansablemente para despertar atormentada por terribles visiones. Los años cayeron de golpe sobre mí, sin piedad. Me convertí en un ser gastado y triste, profundamente herido, incapaz de hallar consuelo para tanta impotencia e inocencia perdida, atrapada en un callejón ciego, asfixiada por la incertidumbre, devorada por el miedo.
Y fue entonces que algo muy extraño sucedió. Una noche, entre sueños y desvelos, escuché una voz en mi mente que, insistente, susurraba una y otra y otra vez "no existe la muerte, sólo el olvido. Recuerda. Siempre recuerda...". Mi corazón en el sueño se detuvo, desperté con aquellas palabras en los labios y algo muy profundo, esencial −lo supe de inmediato− cambió en ese momento en mi interior. Comprendí que debía aceptar al fin que aquella pena insoportable habitaría siempre mi alma, que habría de dejar a la tristeza arañar suavemente mis días, aprender de nuevo a respirar, a vivir con esta ausencia que quema.
Luchar contra el olvido. Impedir que borre tu nombre el olvido, hijo, esa fue desde entonces mi única misión y cientos de compañeras leales, con idéntica herida en el alma, hallé en esa lucha. Jamás en ella me encontré sola.
Han pasado los años, tantos que parece imposible y aquí seguimos. Reuniéndonos cada jueves. Pañuelo en las cabezas, pancartas en las manos, cansancio en los rostros. Siguen aquí las huellas del pasado y con ellas nosotras, las madres, clamando vuestros nombres. Reclamando justicia y dignidad. Dando voz a tantos humillados.
Tantos destinos robados. Tanto dolor y muerte ocultos en crueles madrugadas. Tanto silencio. Tanta vergüenza.
Triste historia la mía. Historia de un amor, les dije, un amor eterno que más allá de la vida y la muerte perdura. Historia también de una espera, de un llanto, de un lamento, de un desgarro que contra el olvido resuena sobre una plaza inmortal en la que el tiempo un otoño se detuvo. Sombrío y feroz otoño de mi malherido Buenos Aires.

Narrative, Essay

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Marta Navarro Calleja
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Title Otoño en Buenos Aires
Otoño. Del año la estación más bella. La estación de los poetas. Melancólico, sereno, tenue y dorado otoño que los días acorta, los árboles desnuda y mi memoria sin remedio transporta hacia un pasado roto y herido, hacia un tiempo para siempre detenido en un instante eterno.
No es ésta una historia feliz, les advierto. Es una historia de dolor y muerte, de fantasmas que infinitas noches poblaron, de desolación y rabia. Aunque sobre todas las cosas, sí, es una historia de amor.
Se llamaba Álvaro. Era un muchacho alto y muy delgado, alegre, romántico, divertido, con grandes ojos color caramelo revoltosos y burlones que ocultaban un pellizco de vulnerabilidad. Desde el primer instante supe que amarlo era mi destino, que siempre sería él mi lugar en el mundo. Y es ahora por eso tan grande mi desamparo...
Le vi por última vez un día de marzo frío y brumoso, húmedo de lluvia. Primeros atisbos del otoño cruel que aquel año asolaría Buenos Aires. Se despidió con un beso y un guiño pícaro, entusiasmado con algún proyecto que traía entre manos y seguro me contó pero ya después no logré recordar. Charcos de cristal brillaban en la calle. Subió a su motocicleta −chubasquero y libros a la espalda− y se perdió entre el tráfico de la mañana. Nunca regresó y el rumbo de mi vida para siempre y sin remedio se torció. Nada volvería ya a ser como solía.
Tan definitiva y abrupta fue su desaparición que no parecía real, no podía serlo, resultaba imposible, impensable. Tan fuerte era, día tras día, la impresión de pesadilla que yo creía soñar. Nadie desaparece sin rastro, sin explicación, sin motivo, me decía. Aunque justamente eso era lo que acababa de ocurrir. Humo entre la niebla. Desvanecido sin más. Y a nadie pareció extrañar. Tiempo gélido y oscuro de silencios y miedos callados.
Anduve todos los lugares posibles en un amargo y tristísimo recorrido por la burocracia del dolor. Hospitales, administraciones, puestos de guardia... Incluso a las puertas de la Morgue en mi desesperada pesquisa llamé y allí, con el corazón encogido y el alma espantada, uno tras otro, metódicamente, decenas de cuerpos revisé. Cadáveres anónimos destinados a yacer en el olvido eterno de cualquier tumba sin nombre. Ninguno era el suyo.
Extraviada en el laberinto de la duda, suspendida en un limbo de secretos y sospechas, enloquecí. El tiempo se volvió contra mí. Moría por dentro, enferma de tristeza y desesperanza. Le echaba tanto de menos... Sus bromas, sus risas, su voz, su ternura. Le buscaba en sueños incansablemente para despertar atormentada por terribles visiones. Los años cayeron de golpe sobre mí, sin piedad. Me convertí en un ser gastado y triste, profundamente herido, incapaz de hallar consuelo para tanta impotencia e inocencia perdida, atrapada en un callejón ciego, asfixiada por la incertidumbre, devorada por el miedo.
Y fue entonces que algo muy extraño sucedió. Una noche, entre sueños y desvelos, escuché una voz en mi mente que, insistente, susurraba una y otra y otra vez "no existe la muerte, sólo el olvido. Recuerda. Siempre recuerda...". Mi corazón en el sueño se detuvo, desperté con aquellas palabras en los labios y algo muy profundo, esencial −lo supe de inmediato− cambió en ese momento en mi interior. Comprendí que debía aceptar al fin que aquella pena insoportable habitaría siempre mi alma, que habría de dejar a la tristeza arañar suavemente mis días, aprender de nuevo a respirar, a vivir con esta ausencia que quema.
Luchar contra el olvido. Impedir que borre tu nombre el olvido, hijo, esa fue desde entonces mi única misión y cientos de compañeras leales, con idéntica herida en el alma, hallé en esa lucha. Jamás en ella me encontré sola.
Han pasado los años, tantos que parece imposible y aquí seguimos. Reuniéndonos cada jueves. Pañuelo en las cabezas, pancartas en las manos, cansancio en los rostros. Siguen aquí las huellas del pasado y con ellas nosotras, las madres, clamando vuestros nombres. Reclamando justicia y dignidad. Dando voz a tantos humillados.
Tantos destinos robados. Tanto dolor y muerte ocultos en crueles madrugadas. Tanto silencio. Tanta vergüenza.
Triste historia la mía. Historia de un amor, les dije, un amor eterno que más allá de la vida y la muerte perdura. Historia también de una espera, de un llanto, de un lamento, de un desgarro que contra el olvido resuena sobre una plaza inmortal en la que el tiempo un otoño se detuvo. Sombrío y feroz otoño de mi malherido Buenos Aires.
Work type Narrative, Essay

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Identifier 1807287849105
Entry date Jul 28, 2018, 1:37 PM UTC
License Creative Commons Attribution 4.0

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Author. Holder Marta Navarro Calleja. Date Jul 28, 2018.


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