Éxodo
05/27/2018
1805277195096

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Habían pasado dos años desde que la fatalidad se enredó a mis días, dos larguísimos y angustiosos años de rabia e incertidumbre, cuando perdí toda esperanza y comprendí que aquel episodio de mi vida no habría de ser −¡con qué facilidad en un primer momento me engañé!− una circunstancia pasajera. Asumí de golpe en ese instante que estaba solo, abandonado por completo, herido de muerte. Me abandonaron, sí. Todos. Muy poco a poco primero y a la carrera después. No les culpo. No lo hice entonces y tampoco habré de hacerlo ahora. Resistieron a mi lado hasta el último momento, mucho más allá de lo conveniente y sin duda de lo sensato o de lo prudente. Fue, reconozco, cuestión de supervivencia. Debo admitir también por mucho que duela −y cierto es que en lo más hondo del alma me duele− que el día menos pensado yo los hubiera acabado matando. Marcharon resignados, con lágrimas en los ojos y el corazón en pedazos, prometiendo un regreso que ahora sé nunca llegará.
Lenta e implacable, durante días, meses, años, se fraguó mi desgracia. La vi venir de frente. Todos lo hicimos. Supe de inmediato que antes o después me vencería. Pese a ello vendí (vendimos) cara la piel.
Es triste la soledad, esta rutina inclemente de horas vacías, de memoria arrasada y recuerdos borrosos. Voces y rostros se desdibujan poco a poco entre tanto abandono, entre tantísima nada, aunque a veces −pocas pero a veces− hasta mí trae el viento un eco lejano de juegos, de canciones, de susurros, de alegrías, de amores y risas... y es entonces que, inmerso en ese dulce espejismo, recuerdo con sorpresa quien fui y soy un instante de nuevo feliz.
Nada queda de aquel tiempo. Todo en humo se ha desvanecido. Escenarios, ilusiones, amigos y horizontes. Primero desapareció la escuela, después la carretera, más tarde la mezquita y el mercado y por último el hospital. Fueron días aquellos de horror y desconcierto, de incredulidad, de agonía, de ira y desamparo. Pese a todo, en medio del caos y el espanto, aún nos aferrábamos entonces a un resquicio de esperanza. Cuando la perdimos, cuando dejamos de rezar por un milagro que ya adivinamos imposible, comenzó nuestro éxodo y, al fin, un mal día yo −triste espectro de mí mismo− me hallé deshabitado y solo por completo. En el centro mismo del infierno.
Así permanezco. Las aves carroñeras se adueñaron hace mucho de mi tierra. Me observan desde lo alto. Una y otra vez, incansables y expectantes, en silencio, trazan círculos sobre mí. El paisaje es desolador. Nada queda de la vida y la belleza de otro tiempo. Cenizas, vegetación muerta, columnas de fuego, destrucción e indiferencia, es cuánto me rodea. Tierra yerma, heridas que supuran, que sangran y no cicatrizan. Que jamás lo harán.
Puntuales, día tras día, las bombas continúan cayendo. Sobre mis escombros. Sobre esta infinita y devastadora soledad.
Me cuenta algunas noches el dolorido vaivén de las olas que alguien −grabada a fuego en mirada y piel nuestra desgracia− grita en ocasiones mi nombre a las puertas de Europa. Murmura su llanto de espuma que, de mi gente nunca nadie se apiada, que nadie nos recuerda, que nadie comprende, que nadie se conmueve, que nadie nos llora, que nunca nadie nuestro dolor escucha. Y así, invisibles y etéreos fantasmas, tristes ánimas torturadas y penitentes, cruzamos −siempre yo junto a ellos y en su corazón mi derrota− cordilleras, desiertos, océanos y mares. Sin fe ni esperanza. Sin descanso. Sin hallar justicia, consuelo ni alivio. Eternos vagabundos sin albergue. Errantes peregrinos sin paz y sin asilo.

Narrative, Essay

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Marta Navarro Calleja
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Title Éxodo
Habían pasado dos años desde que la fatalidad se enredó a mis días, dos larguísimos y angustiosos años de rabia e incertidumbre, cuando perdí toda esperanza y comprendí que aquel episodio de mi vida no habría de ser −¡con qué facilidad en un primer momento me engañé!− una circunstancia pasajera. Asumí de golpe en ese instante que estaba solo, abandonado por completo, herido de muerte. Me abandonaron, sí. Todos. Muy poco a poco primero y a la carrera después. No les culpo. No lo hice entonces y tampoco habré de hacerlo ahora. Resistieron a mi lado hasta el último momento, mucho más allá de lo conveniente y sin duda de lo sensato o de lo prudente. Fue, reconozco, cuestión de supervivencia. Debo admitir también por mucho que duela −y cierto es que en lo más hondo del alma me duele− que el día menos pensado yo los hubiera acabado matando. Marcharon resignados, con lágrimas en los ojos y el corazón en pedazos, prometiendo un regreso que ahora sé nunca llegará.
Lenta e implacable, durante días, meses, años, se fraguó mi desgracia. La vi venir de frente. Todos lo hicimos. Supe de inmediato que antes o después me vencería. Pese a ello vendí (vendimos) cara la piel.
Es triste la soledad, esta rutina inclemente de horas vacías, de memoria arrasada y recuerdos borrosos. Voces y rostros se desdibujan poco a poco entre tanto abandono, entre tantísima nada, aunque a veces −pocas pero a veces− hasta mí trae el viento un eco lejano de juegos, de canciones, de susurros, de alegrías, de amores y risas... y es entonces que, inmerso en ese dulce espejismo, recuerdo con sorpresa quien fui y soy un instante de nuevo feliz.
Nada queda de aquel tiempo. Todo en humo se ha desvanecido. Escenarios, ilusiones, amigos y horizontes. Primero desapareció la escuela, después la carretera, más tarde la mezquita y el mercado y por último el hospital. Fueron días aquellos de horror y desconcierto, de incredulidad, de agonía, de ira y desamparo. Pese a todo, en medio del caos y el espanto, aún nos aferrábamos entonces a un resquicio de esperanza. Cuando la perdimos, cuando dejamos de rezar por un milagro que ya adivinamos imposible, comenzó nuestro éxodo y, al fin, un mal día yo −triste espectro de mí mismo− me hallé deshabitado y solo por completo. En el centro mismo del infierno.
Así permanezco. Las aves carroñeras se adueñaron hace mucho de mi tierra. Me observan desde lo alto. Una y otra vez, incansables y expectantes, en silencio, trazan círculos sobre mí. El paisaje es desolador. Nada queda de la vida y la belleza de otro tiempo. Cenizas, vegetación muerta, columnas de fuego, destrucción e indiferencia, es cuánto me rodea. Tierra yerma, heridas que supuran, que sangran y no cicatrizan. Que jamás lo harán.
Puntuales, día tras día, las bombas continúan cayendo. Sobre mis escombros. Sobre esta infinita y devastadora soledad.
Me cuenta algunas noches el dolorido vaivén de las olas que alguien −grabada a fuego en mirada y piel nuestra desgracia− grita en ocasiones mi nombre a las puertas de Europa. Murmura su llanto de espuma que, de mi gente nunca nadie se apiada, que nadie nos recuerda, que nadie comprende, que nadie se conmueve, que nadie nos llora, que nunca nadie nuestro dolor escucha. Y así, invisibles y etéreos fantasmas, tristes ánimas torturadas y penitentes, cruzamos −siempre yo junto a ellos y en su corazón mi derrota− cordilleras, desiertos, océanos y mares. Sin fe ni esperanza. Sin descanso. Sin hallar justicia, consuelo ni alivio. Eternos vagabundos sin albergue. Errantes peregrinos sin paz y sin asilo.
Work type Narrative, Essay

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Identifier 1805277195096
Entry date May 27, 2018, 12:06 PM UTC
License Creative Commons Attribution 4.0

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Author. Holder Marta Navarro Calleja. Date May 27, 2018.


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