Ante los retos que plantea a todo el sector cultural la irrupción de la IA generativa y su rápida y, según dicen, inevitable expansión, resulta muy difícil parcelar o aislar su uso por sectores creativos y no sentir una gran preocupación por el futuro de las profesiones culturales en general.
Los actuales modelos de IA generativa se han «alimentado» con obras de todo tipo sujetas a derechos de autoría y sin autorización ni conocimiento previos por parte de los titulares de derechos, y así lo reconoció, por ejemplo, el creador de ChatGPT ante la Cámara de los Lores. Además, ante la falta de trasparencia de las empresas que han desarrollado estos software, es casi imposible que un o una autor o autora pueda pedir compensación a posterior, porque ¿cómo demostrar el uso sin autorización de una obra cuando no hay un catálogo como tal de las obras utilizadas? Por no hablar de que, económica y judicialmente, la mayoría de los autores no pueden permitirse el coste que tendría demandar a los gigantes tecnológicos multinacionales propietarios de estos software.
Tres razones para recelar de IA generativa
Si nos centramos en la traducción editorial, y partiendo de la declaración sobre este tema publicada por el CEATL (el Consejo Europeo de Asociaciones de Traducción Editorial), es inevitable mirar con recelo a la IA generativa y ver en ella hasta cierto retroceso, por tres motivos principalmente.
El primero, que estos software suelen ofrecer textos traducidos a variantes estándar de la lengua, favoreciendo así el aplanamiento (planchado, que decimos en traducción) de la cultura escrita y del lenguaje.
Por otra parte, y este sería el segundo motivo, reproduce los sesgos humanos, con lo que contribuye a perpetuar desigualdades y prejuicios.
Por último, y aunque se habla mucho de que las IA generativas pueden ser una oportunidad de «democratización» cultural y de difusión de las lenguas con menos hablantes, no debemos olvidar que el objetivo de las multinacionales dueñas de estos software suele ser el beneficio económico y comercial. Y si partimos del ejemplo de los actuales programas de traducción automática, parece más probable que su uso contribuya a minorizar lenguas ya de por sí minorizadas, conduciéndonos así a una especie de nuevo colonialismo cultural.
En nuestro campo no están tan lejanos los tiempos en que las obras de literaturas menos conocidas, como puedan ser la rusa, la china o la japonesa, se traducían mediante las llamadas lenguas puente o interpuestas. De hecho, en traducción audiovisual es todavía una práctica demasiado corriente, lamentablemente, y las y los colegas que se dedican a esta modalidad llevan muchos años denunciando la pérdida cultural que supone.
Por otro lado, a veces se juega con la premisa de que algunos libros o géneros son de tan dudosa calidad que pueden traducirse perfectamente mediante IA generativas, pero no deja de ser una herencia de la eterna distinción entre alta literatura y otros géneros, curiosa y supuestamente destinados al público infantil, juvenil o «femenino».
La IA generativa y su convivencia con los derechos de autor
Pero volvamos al inicio, a la IA generativa y su posible convivencia con la cultura y los derechos de autoría.
La creación artística es inherente al ser humano, desde tiempos inmemoriales se han escrito millones (sin exagerar) de ensayos y disertaciones sobre la importancia de las artes en el desarrollo del ser humano. No por nada la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 reconoce la propiedad intelectual como un derecho fundamental, ofreciendo así un escudo defensor a la labor de las y los creadores.
También los derechos culturales son un derecho humano y, como tal, deberían ser protegidos por los estados. Sin embargo, como bien nos recordó el profesor de Filosofía del Derecho Ignacio Aymerich durante la segunda edición de las jornadas Leer es un derecho, organizadas por la Dirección General del Libro, del Cómic y de la Lectura en Viver (Castellón), los derechos humanos no se respetan así sin más, y hay ocasiones en las que un derecho cultural se enfrenta a un negocio o a una empresa. Y puso un ejemplo que, a mi entender, describe a la perfección el momento que estamos viviendo (¿o sería sufriendo?) las y los profesionales de la cultura: los procesos de gentrificación que han vivido determinados barrios de muchas ciudades. En esto procesos nos encontramos a un grupo social con el derecho humano a seguir viviendo en sus barrios, con su cultura de barrio, sin embargo, los derechos de estas personas chocaron de frente con las empresas que fueron comprando los edificios del barrio, y el derecho humano quedó en papel mojado.
Plan de derechos culturales
Ahora que el Ministerio de Cultura ha puesto en marcha la elaboración de un Plan de Derechos Culturales con objetivos tan ambiciosos como promover la diversidad cultural y lingüística, no debemos olvidar que sin creadoras y creadores no hay cultura.
Ahora que hablamos de garantizar el acceso a la cultura de la ciudadanía, no debemos olvidar que los derechos de autoría no limitan la difusión de la cultura y que las profesiones culturales son profesiones ya de por sí precarias. Por ejemplo, en traducción editorial apenas el 13% de quienes nos dedicamos a ella podemos vivir solo de traducir libros.
Ahora que hablamos del aumento de la productividad que supone la irrupción de las IA generativas, quizá debamos preguntarnos si la cultura se puede medir en términos de productividad.
Ahora que abrazamos todos los avances tecnológicos como progreso, sin tiempo para el debate ético y el para qué ese «avance», me gustaría recordar una canción de Roberto Carlos, escrita en 1976 (o 1977, según otras fuentes): «Yo no estoy contra el progreso, si existiera un buen consenso, errores no corrigen otros, eso es lo que pienso».